El día más largo de la historia
POR CORNELIUS RYAN
Cornelius Ryan se ha entrevistado con más de 700
personas para escribir este libro. ”¿Qué hacia usted el
6 de junio de 1944?”, fué la pregunta que Ryan formuló en cuatro países. Se la hizo a los generales de más
alto rango, lo mismo que a los soldados rasos, norteamericanos, ingleses y alemanes; a los campesinos de
Normandía y o los héroes anónimos de la Resistencia
francesa. De sus respuestas ha salido esta emocionante
reconstrucción de uno de los sucesos más trascendentales de los tiempos modernos: el asalto en masa de los
aliados a la fortaleza europea de Hitler.
Ryan ha puesto al descubierto muchos hechos interesantes que hasta ahora no habían sido revelados. No
ha escrito una historia militar; ésta es más bien una
historia humana, en la cual pinta hombres y naciones
en mortal combate.
Nunca se habia relatado antes la bistoria completa
de lo que aconteció en ambos bandos durante la lucha
que tuvo lugar el Día D. Gracias a una prolija investigación hecha en Alemania, Normandía, Inglaterra y
los Estados Unidos, Cornelius Ryan logró descorrer el
velo que ocultaba un tesoro de sucesos dramáticos ocurridos en esas veinticuatro horas trascendentales. La
lectura de estas páginas da la impresión de haber sido
espectador de primera fila de una de las batallas decisivas de nuestro tiempo. Sir Frederick Morgan, uno de
los más notables estrategas ingleses de la invasión, dice
refiriéndose a este libro: ”En él palpita la Historia. Es
magnífco, emocionante... Le falta poco para ser una
obra maestra”.
I
LA ROCHE-GUYON Se hallaba silenciosa aquella mañana húmeda de junio. La aldea, asentada al margen de una de esas vueltas perezosas que hace el Sena a medio camino entre París y Normandía, había estado allí, impasible, por espacio de doce siglos. Durante muchos años no fué más que un lugarejo por donde se pasaba pata ir a cualquier otra parte. Su único distintivo era el castillo, sede de los duques de La Rochefoucauld.
Mas ahora había alcanzado celebridad de otra índole. La Roche-Guyon era realmente un presidio: la aldea más ocupada de Francia; por cada uno de sus 543 habitantes había allí más de tres soldados alemanes. Uno de ellos, el mariscal de campo Erwin Rommel, comandante en jefe del Grupo B del ejército, fuerza la más poderosa del occidente alemán. Tenía su cuartel general en el castillo, y desde allí, en este decisivo quinto año de la segunda guerra mundial, Rommel hacía los preparativos para librar la batalla más desesperada de su carrera.
Aun cuando Rommel no lo sabía, esa batalla —contra la invasión aliada— iba a empezar dentro de cuarenta y ocho horas, porque aquel día era el domingo 4 de junio de 1944.
Tenía bajo su mando más de medio millón de hombres que guarnecían las defensas a todo lo largo de un litoral de 1.300 kilómetros que se extendía desde los diques de Holanda hasta las costas de la península de Bretaña bañadas por el Atlántico. El grueso de sus tropas (el Décimoquinto Ejército) habíase concentrado en la zona del Paso de Calais, el punto más estrecho del Canal de la Mancha entre Francia e Inglaterra.
Como no pasaba una noche sin que los aviones aliados bombardearan aquel sector, los veteranos del Décimoquinto Ejércio solían decir con amarga ironía que el lugar ideal para una cura de reposo era la zona del Séptimo Ejército, en Normandía, donde rara vez caía una bomba.
Tras una fantástica maraña de obstáculos costeros y campos minados, las tropas de Rommel habían aguardado varios meses, escudriñando las aguas plomizas del Canal sin divisar un solo barco. Nada había sucedido. En La Roche-Guyon tampoco se tenía noticia de invasión aquella mañana dominical, pacífica y sombría.
Rommel estaba solo en la sala del piso principal que le servía de despacho; trabajaba a la luz de una lámpara colocada sobre su escritorio. Aunque aparentaba más edad de los cincuenta y un años que en realidad tenía, seguia tan incansable como siempre. Esa mañana, como de costumbre, se había levantado antes de las cuatro. Estaba impaciente porque dieran las seis, hora de tomar el desayuno en compañia de los jefes de su Estado Mayor; después saldría para Alemania a disfrutar de una corta licencia, la primera que tenía en muchos meses.
Esperaba el viaje con placer anticipado, aunque la resolución de hacerlo no había sido fácil. Sobre sus hombros pesaba la enorme responsabilidad de repeler el asalto de los aliados apenas empezara. El Tercer Reich de Hitler venía tambaleándose de desastre en desastre. Día y noche millares de bombarderos castigaban implacablemente a Alemania; enormes fuerzas rusas habían entrado en Polonia; los aliados estaban a las puertas de Roma. En todas partes sufría descalabros y reveses la formidable Wehrmacht. Aunque Alemania no estaba aún derrotada, ni mucho menos, una invasión aliada sería la batalla decisiva... y nadie sabía esto mejor que Rommel.
Con todo, esa mañana proyectaba salir para Alemania. Tiempo hacía que deseaba pasar en su país los primeros días de junio. También quería ver a Hitler. Había muchas razones que le movían a pensar que ahora podría hacerlo; además, aunque no lo confesara, necesitaba urgentemente un descanso.
Uno de los motivos que lo indujeron a marcharse en esos momentos fué el cálculo que hizo de las intenciones de los aliados. Tenía sobre su mesa de trabajo el informe semanal de las operaciones del Grupo B del ejército, que enviaría al día siguiente al cuartel general del mariscal de campo Gerd von Rundstedt, en Saint-Germain, en las inmediaciones de París, y de allí al Oberkommando der Wehrmacht (OKW) de Hitler.
El informe decía en parte que los aliados habían llegado a ”un o grado de preparación” y que ”cada día aumentaba el volumen de mensajes dirigidos a la Resistencia francesa”. Pero continuaba: de acuerdo con lo que nos ha demostrado la experiencia, esto no significa que la invasión sea inminente...”
Pasado el mes de mayo —en que el tiempo habría sido excelente para un ataque—, Rommel había llegado a la conclusión de que la invasión tardaría varias semanas más. Pensaba lo mismo que Hitler y el Alto Mando alemán: que sería simultánea con la ofensiva de verano del ejército rojo, o que vendría inmediatamente después. Todos sabían que la ofensiva rusa no comenzaría sino después del deshielo de Polonia y que, por tanto, la invasión no podría organizarse hasta fines de junio.
En el occidente el tiempo había sido malo durante varios días, y se esperaba que se pondría peor. El informe de la noche del 4 de junio preparado por el coronel profesor Walter Stöbe, jefe del servicio meteorológico de la Luftwaffe en París, predecía cielo nublado, vientos huracanados y lluvia. Aun en esos momentos soplaban ya sobre el Canal de la Mancha vientos de 30 a 50 kilómetros por hora. A Rommel no le parecía probable que los aliados se atreviesen a lanzar el ataque en esos días. Abrió la puerta de su oficina y bajo a tomar el desayuno con los oficiales de su Estado Mayor.
A corta distancia, en la aldea de La Roche-Guyon, la campana de la iglesia de San Sansón tocaba al ”Ángelus”; cada nota parecía luchar por su existencia contra el viento. Eran las seis de la mañana.
Rommel permanecía en Francia desde noviembre de 1943. Para humillación de von Rundstedt, viejo aristócrata de sesenta y ocho años, comandante en jefe del Oeste, a cuyo cargo estaba la defensa de toda la Europa occidental, Rommel habia llegado con un Gummibefehl, o sea un ”mandato elástico” que lo autorizaba a inspeccionar las fortificaciones costeras, es decir, la decantada Muralla del Atlántico, para informar luego al Führer directamente.
La Muralla del Atlántico era una de las obsesiones relativamente nuevas de Hitler. Hasta 1941 la victoria les había parecido tan segura a él y a sus engreídos secuaces, que no creyó necesario fortificar las costas. Después de la caída de Francia, esperaba que los ingleses pidieran la paz; mas no fué así, y con el tiempo cambió la situación por completo. Con la ayuda de los Estados Unidos, Inglaterra comenzó a recobrarse, lenta pero seguramente. Por entonces Hitler, seriamente complicado con Rusia -pues atacó a la Unión Soviética en junio de 1941-, vió que la costa francesa había dejado de ser un trampolín de ataque para convertirse en el lado flaco de sus defensas. Entonces, en diciembre de 1941, después que los Estados Unidos entraron en la guerra, el Führer vociferó para que lo oyera el mundo: ”¡Tenemos un gran cinturón de gigantescas fortificaciones que va desde Kirkenes (en la frontera noruego-finlandesa) hasta los Pirineos (en el límite franco-español)..., y estoy resuelto a hacer de ese frente una línea inexpugnable, contra todo enemigo!” Era una bravata disparatada, imposible de cumplir. Sin contar los golfos y repliegues de la costa, ese litoral mide más de 4.800 kilómetros.
En 1942, a medida que el curso de la guerra se volvía contra los alemanes, Hitler ordenó con voz tonante a sus generales que la muralla debía terminarse a toda prisa: debía proseguirse la construcción ”frenéticamente”.
Y así fué. Millares de obreros forzados trabajaban día y noche en las fortificaciones. Se vaciaban millares de toneladas de hormigón; tanto, que en toda la Europa de Hitler fué imposible conseguir cemento para otros usos. Se pidieron cantidades inverosímiles de acero, pero éste estaba tan escaso, que los ingenieros se vieron obligados a prescindir de él en muchos casos. Tan grande era la demanda de materiales y equipo, que hubo necesidad de desmantelar parte de la Línea Maginot y parte de la línea Siegfried, antiguos baluartes fronterizos entre Francia y Alemania. Hacia fines de 1943, a pesar de que trabajaban en ella más de medio millón de hombres, la Muralla del Atlántico estaba aún inconclusa.
Hitler sabía que la invasión era inevitable, y ahora se le presentaba otro problema: el de encontrar las divisiones que debían guarnecer los nuevos fuertes. En Rusia, sus divisiones perecían una tras otra. En Italia, puestos fuera de combate después de la invasión de Sicilia, habian quedado atrapados millares de hombres. Así que, en 1944, se vió forzado a engrosar sus guarniciones occidentales con un extraño conglomerado de suplentes: viejos y jóvenes, supervivientes del desastre ruso, ”voluntarios” reclutados en los países ocupados. Por más discutible que fuese la eficacia de tales tropas en el combate, con ellas se llenaron los vacios. No obstante, disponía aún de un buen núcleo de veteranos y fuerzas mecanizadas. El Día ”D”, el poderío alemán en el occidente llegaba a 58 divisiones. Aunque no todas conrabun con sus efectivos completos, Hitler conhaba en que su Maralla de Arlántico supliría las defciencias.
Lo que vió Rommel cuando visitó la Muralla, en noviembre de 1943, lo dejó consternado. Solamente en unos pocos lugares se hallaban terminados los fortines; en otros no se habian empezado los trabajos siquiera. En verdad que, aun así como estaba, la Muralla del Atlántico constituía una barrera formidable: los sitios terminados veíanse erizados de artillería pesada. Pero no habia suficientes cañones. Nada era suficiente para satisfacer a Rommel. Ante su investigación crítica, la Muralla del Atlántico resultaba una farsa. La llamó ”invención de un país quimérico con que soñaba Hitler”.
Von Rundstedt convino efusivamente con la crítica mordaz de Rommel (quizá fué la única vez en que se puso en todo de acuerdo con él). El viejo zorro nunca había tenido fe en las defensas fijas: él había sido el autor intelectual del ataque de flanco a la Linea Maginot que, en 1940, dió por resultado el derrumbamiento de Francia. Para von Rundstedt la Muralla de Hitler no era más que ”una enorme fanfarronada... más para el pueblo alemán que para el enemigo”. Capaz era de ”obstruir temporalmente” el ataque de los aliados, pero no podría detenerlo. Según él, nada podría impedir los desembarcas iniciales. Su plan para vencer la invasión consistía en mantener grandes contingentes a buena distancia de la costa para atacar a los invasores después que hubiesen desembarcado.
Rommel disentía por completo de esa teoría. Estaba convencido de que sólo había un medio de destrozar a los atacantes y éste era salir a su encuentro. No habría tiempo para traer refuerzos que (de ello estaba seguro) serían aniquilados por la aviación y la artillería naval y terrestre del invasor. Según su modo de pensar, todo, desde la infantería hasta las divisiones blindadas, tendría que estar listo en la costa o a muy poca distancia de ella.
El capitán Hellmuth Lang, su ayudante de campo, recuerda muy bien el día en que Rommel resumió en pocas palabras sus planes estratégicos. Aquel día estaban ambos en una playa desierta. Rommel, de talla mediana, fornido, cubierto con su capote y una vieja bufanda enrollada al cuello, se paseaba de arriba abajo blandiendo su bastón de mariscal, una varita negra de unos 60 centímetros de largo con empuñadura de plata, adornada con una borla roja, negra y blanca. Señaló la costa arenosa y dijo: ”La guerra se ha de ganar o se ha de perder en la playa. No tendremnos más que una ocasión de detener al enemigo y ella será mientras esté en el agua luchando por desembarcar. Las reservas nunca llegarán a tiempo al punto del combate y es tontería pensar siquiera en ellas. La Hauptkampflinie (línea principal de resistencia) debe estar aquí... Todos nuestros efectivos deben estar en la costa. Acuérdate de mí, Lang, las primeras veinticuatro horas de invasión serán decisivas... Tanto para los aliados como para Alemania, ese día será el más largo de la historia”.
Hitler había aprobado en general el plan de Rommel, y desde entonces von Rundstedt se convirtió en mera figura decorativa. En pocos meses, con su violento empuje, logró Rommel cambiar el panorama. En cada playa donde advirtió posibilidad de desembarcos hizo levantar burdos obstáculos contra la invasión: triángulos de acero dentado; portalones de hierro con dientes de sierra; pilotes de madera con puntas metálicas y conos de hormigón. Todas esas trampas quedaron colocadas bajo el agua, apenas cubiertas por las olas, y a cada una de ellas se les había atado explosivos.
Estos extraños inventos de Rommel (él mismo los había ideado casi todos) eran a la vez sencillos y mortíferos. Tenían por objeto empalar y destruir las barcazas de desembarco llenas de soldados, u obstruirles el paso el tiempo suficiente para que las baterías de tierra dieran buena cuenta de ellas. Más de medio millón de esos armadijos submarinos se plantaron en el litoral.
Con todo, Rommel, escrupuloso hasta la perfección, no quedó satisfecho. Ordenó plantar minas en la arena, en las peñas, en las zanjas, en los senderos que conducían a la playa; toda clase de minas, desde las grandes tipo pancake, capaces de volar un tanque, hasta las pequeñitas llamadas ”S” que saltan al pisarlas y estallan a la altura del pecho de un hombre. Más de cinco millones de minas infestaban la costa. Antes que comenzara el ataque, se proponía hacer plantar seis millones más en la playa ”Omaha” únicamente, aspiraba a llegar a un total de 50 millones.
Dominando la costa y detrás de esa maraña de obstáculos y minas, sus tropas aguardaban atrincheradas en fortines armados de ametralladoras, casamatas de hormigón y fosos comunicantes, todo esto rodeado de alambradas. Desde estas posiciones apuntaban hacia las playas las bocas de toda clase de piezas de artillería que el mariscal había podido conseguir, dispuestas de tal manera que tuviesen un campo de tiro escalonado.
Aprovechó Rommel todas las ventajas de la nueva técnica y de los adelantos modernos. Donde le faltaban cañones, emplazaba baterías de lanza-cohetes o morteros múltiples. En cierto lugar, llegó a tener hasta pequeños tanques automáticos lamados ”Goliats”. Estos aparatos, capaces de llevar más de media tonelada de explosivos, se podían guiar por mando a distancia desde las fortificaciones y hacerlos detonar en la playa, entre las tropas y las lanchas de desembarco.
Jamás en la historia de la guerra se había alistado un despliegue tan mortífero para rechazar a una fuerza invasora. Sin embargo, Rommel no estaba contento: quería más minas.. más fortines armados de ametralladoras... más obstáculos en las playas.. más cañones.. más hombres. Y, sobre todo, lo que más deseaba eran aquellas formidables divisiones panzer (blindadas) que yacían en la reserva, tan lejos de la costa. Y, era que Hitler, en esos momentos angustiosos, insistia en conservar las formaciones blindadas bajo su mando personal. Rommel necesitaba por lo menos cinco divisiones panzer en la costa. Sólo había un medio de obtenerlas: hablar con Hitler. El mariscal había dicho repetidas veces a Lang: ”El último que habla con Hitler gana la partida”. Esa mañana plomiza en La Roche-Guyon, mientras se disponía a salir para Alemania en automóvil, pensaba que el momento era propicio para ver al Führer. Tenía además otra razón, muy humana, para emprender el viaje: el martes 6 de junio cumplía años su esposa. Por eso llevaba a su lado, sobre el asiento, una caja de cartón con un par de zapatos de mujer, de ante gris, hechos a mano.
En el cuartel general del Décimoquinto Ejército, cerca de la frontera belga, a unos 200 kilómetros de La Roche-Guyon, el teniente coronel Hellmuth Meyer, trasnochado y ojeroso, veía con gusto el amanecer del 4 de junio. Meyer, jefe del servicio de coontraespionaje por radio en el frente de invasión, había dormido muy poco desde el primero de junio, pero la noche que acababa de pasar había sido la peor de todas; jamás la podría olvidar.
Sus radioescuchas habían interceptado un despacho increible. Era un cable de prensa pasado a alta velocidad a prima noche que decía así: URGENTE PRENSA ASOCIADA NUEVA YORK CUARTEL GENERAL EISENHOWER ANUNCIA DESEMBARCOS ALIADOS EN FRANCIA.
Meyer se quedó atontado. Su primer impulso fué dar la alarma al el general, pero se contuvo y se calmó, porque comprendió que el mensaje era descabellado.
Había dos razones para creerlo así: primera, la completa ausencia de actividades en el frente de invasión (hubiera recibido noticia inmediata de un ataque); segunda, en enero, el almirante Wilhelm Canaris, entonces jefe de espionaje alemán, le había dado los detalles de un mensaje compuesto de dos partes, del cual se servirían los aliados para alertar a las fuerzas de resistencia francesa antes de la proyectada invasión.
Al principio, Meyer no podía creerlo: le parecía una locura que todo dependiera de un solo mensaje. Sin embargo, la noche del 1.º de junio, su oficina había interceptado la primera parte del consabido mensaje, exactamente como lo había descrito Canaris. No era muy diferente de los centenares de frases que difundía en clave la BBC de Londres después de sus noticiarios regulares. La mayor parte de tales mensajes —leídos en francés, holandés, danés y noruego— nada significaban: ”La guerra de Troya no se llevará a cabo”; ”Mañana habrá miel en el coñac”; ”Juan tiene largos los bigotes”.
Pero el que siguió a la transmisión de las noticias de la BBC a las nueve de la noche del 1.º de junio fué de tal naturaleza, que Meyer lo entendió demasiado bien: ”Tengan la bondad de escuchar ahora algunas misivas personales”, dijo el locutor en francés; hizo una pausa y en seguida continuó: ”Les sanglots longs des violons de l’ automne”. (Los largos sollozos de los violines del otoño).
Helo ahí: ése era precisamente el aviso que esperaban. Era el primer verso de la Chanson d’Automne, de Paul Verlaine, que, de acuerdo con la información de Canaris, debía ser transmitida el 1.º o el 15 de algún mes, y constituiría la primera parte del mensaje que anunciaría la invasión anglo-americana.
La segunda parte sería la segunda frase del mismo poema: ”Blessent mon cœur d’une langueur monotone”. (Hieren mi corazón con una languidez monótona). Cuando se transmitiera esto, según Canaris, comenzaría la invasión en el término de cuarenta y ocho horas, que empezarían a contarse a la medianoche del día de la transmisión.
Inmediatamente después de oír la primera frase del poema de Verlaine, Meyer informó al general de brigada Wilhelm Hofmann, jefe de estado mayor del Décimoquinto Ejército: ”El primer acaba de llegar. Ahora va a ocurrir algo”.
Hofmann dió al punto la alarma a sus tropas.
Entretanto, Meyer envió el mensaje por teletipo al cuartel gneral de Hitler (OKW). En seguida llamó por teléfono al cuartel general de von Rundstedt (OB Oeste) y al de Rommel (Grupo B del ejército).
En el OKW se lo entregaron al general Alfred Jodl, jefe de operaciones, quien lo dejó sobre su mesa de trabajo; no dió la señal de alarma porque pensó que von Rundstedt lo habría hecho, y éste creyó que el cuartel general de Rommel habría dado ya la orden. (Rommel debió tener noticias del mensaje; pero, a juzgar por sus cálculos acerca de las intenciones de los aliados, no le dió importancia).
A lo largo de la costa de invasión, solamente un ejército estaba sobre las armas: el Décimoquinto. En el Séptimo, que ocupaba la costa de Normandía, no se supo nada del mensaje y, naturalmente, no fué puesto sobre aviso.
En las noches del 2 y 3 de junio volvieron a radiodifundir la primera parte del mensaje. Al cabo de una hora de haberlo oído, la noche del 3, se captó el cable urgente de la Prensa Asociada relativo al desembarque de las tropas aliadas en Francia. Meyer sabía, por tanto, que si la advertencia de Canaris no estaba errada, el informe de la Prensa Asociada tendría que estarlo. Este resultó ser uno de los gazapos más fantásticos en los anales del secreto militar. Aconteció que, cierta teletipista en Inglaterra, que había estado practicando durante la noche en una máquina que no estaba en uso, lo escribió como ejercicio para mejorar su velocidad en la transmisión. Por error la cinta perforada donde estaba el ”cable” de ensayo se pasó por el transmisor inmediatamente antes del comunicado ruso nocturno de costumbre. A los 30 segundos se hizo la corrección..., pero aquellas palabras ya habían salido a volar.
Pasado el primer momento de pánico, Meyer volvió a confiar eu la exactitud de las informaciones de Canaris. Estaba fatigado, pero satisfecho, y aquel pacífico amanecer sin alarmantes noticias del frente contribuía a aumentar su confianza. Por ahora, no había más que esperar la segunda mitad del consabido mensaje, que podía llegar de un momento a otro.
En Inglaterra eran las 8 a.m. (había 60 minutos de diferencia entre la hora de verano inglesa y la hora central alemana). En su coche-habitación, o casa sobre ruedas temporalmente ubicada en medio de un bosque cerca de Portsmouth, donde llovía a cántaros, el general Dwight Eisenhower, jefe supremo de los aliados, dormía profundamente después de haber pasado en vela casi toda la noche.
Aquella casa rodante era un trailer de tres toneladas y media: largo y bajo, con tres habitaciones parcamente amuebladas que servían de dormitorio, salita y despacho del general. Desde allí impartía sus órdenes a casi tres millones de soldados aliados: cerca de un millón de ingleses y canadienses; 1.700.000 norteamericanos y varios contingentes de franceses libres, polacos, checos, belgas, noruegos y holandeses.
Cuatro meses antes, al confiarle el mando supremo, los jefes del estado mayor combinado, en Washington, le habían sintetizado su tarea en un párrafo preciso: ”Entrará usted en la Europa continental y, en combinación con las otras Naciones Unidas, dirigirá las operaciones contra el corazón de Alemania con el fin de destruir sus fuerzas armadas...”
Durante más de un año se había estado planeando intensamente la invasión, aunque el pensamiento y el deseo del asalto existían ya en la mente de todos desde Dunquerque. Mucho antes de saberse el nombramiento de Eisenhower, un pequeño grupo de oficiales ingleses y norteamericanos, bajo el mando del teniente general inglés Sir Frederick Morgan, venían echando las bases de asalto. Sus estudios, ampliados y modificados hasta formar el plan definitivo llamado Overlord, exigían más hombres, más barcos, más aviones y más material bélico del que nunca se hubiera reunido para una sola operación militar.
Aun antes de que el plan hubiese tomado su forma definitiva, comenzaron a desembarcar en Inglaterra ingentes cantidades de hombres y materiales. En breve tiempo hubo tantos norteamericanos en las pequeñas ciudades y aldeas que llegaron a sobrepasar el número de sus habitantes y, hacia el mes de mayo, la parte Sur de la isla parecía un enorme arsenal. Escondidas en los bosques se apilaban las municiones formando montículos. A través de los marjales se alineaban, tocándose unos con otros, los tanques, semitractores, carros blindados, camiones, jeeps, ambulancias... más de 50.000 vehículos. En los campos había largas filas de obuses, cañones antiaéreos y muchos artefactos prefabricados, desde tiendas de campaña hasta pistas de aterrizaje. Lo más impresionante eran los valles colmados de toda clase de material rodante ferroviario: cerca de 1.000 locomotoras nuevecitas y de 20.000 furgones y carros-tanques destinados a reemplazar el equipo destrozado de los ferrocarriles franceses.
Había también extraños y modernos aparatos de guerta: tanques anfibios capaces de flotar en el mar; otros provistos de manguales cue azotaban el terreno para hacer estallar las minas que encontraban por delante. Quizá lo más extraño de todo aquello eran dos puertos prefabricados que iban a ser remolcados al otro lado del canal para instalarlos en la costa de Normandía. Estos fondeaderos artifñiciales, llamados Mulberries, constaban en primer lugar de un rompeolas exterior hecho con grandes plataformas flotantes de acero. En seguida venian 145 enormes cajones de hormigón de varios tamaños, que serían sumergidos, uno al lado del otro, para formar una escollera interior. El mayor de estos cajones estaba provisto de habitaciones para la tripulación y cañones antiaéreos; al ser remolcado parecía un edificio de cinco pisos flotando sobre uno de sus costados.
Al abrigo de los puertos artificiales, los barcos mayores podrían transbordar su carga a los lanchones que harían el transporte hasta la costa. Las embarcaciones menores, tales como las de cabotaje y las gabarras militares de desembarco, podrían vaciar las suyas en las grandes cabezas del muelle de acero desde donde serían transportadas hasta la costa en autocamiones a través de plataformas construidas sobre pontones. Más afuera de los Mulberries se hundiría una hilera de 60 barcos de hormigón para formar otra escollera de protección. Cada uno de estos fondeaderos que se construirían en las afueras las playas de Normandía sería del tamaño del puerto de Dóver.
Durante todo el mes de mayo hubo gran movimiento de hombres y equipo en los embarcaderos y puertos ingleses. En su derredor habíanse formado a modo de ciudades con tiendas y cabañas Nissen*, donde dormían los soldados en literas superpuestas una sobre otra, como los anaqueles de una estantería. Las duchas y las letrinas quedaban generalmente a cierta disstancia y la tropa tenía que hacer cola para usarlas. Las colas que formaban para tomar el rancho medían a veces medio kilómetro de largo. La última semana de mayo comenzaron a cargar los barcos. La hora había llegado, al fin.
Eisenhower y sus ayudantes de campo habían hecho todo cuanto estaba en sus manos para que la invasión tuviera éxito con el menor costo posible de vidas; pero en esos momentos, después de varios años de planeamiento militar y político, la operación Overlord estaba a merced de los elementos: el tiempo era pésimo y el general no podía remediarlo. Todo cuanto podía hacer era esperar a que mejoraran las circunstancias. Mas, en la tarde del domingo 4 de junio, vióse obligado a tomar la tremenda determinación: emprender el asalto... o diferirlo. El éxito o el fracaso de la operación dependería de esa decisión que solamente él podía tomar. La responsabilidad era toda suya y de nadie más.
Encontrábase, pues, frente a un terrible dilema. El 17 de mayo había resuelto que el Día D fuese uno de los tres de principios de junio: el 5, el 6 o el 7. Las observaciones meteorológicas indicaban que en uno de esos tres días podrían esperarse dos de los requisitos del tiempo indispensables para la invasión, a saber: salida tarde de la luna y, poco después del amanecer, marea baja.
Los paracaidistas y la infantería conducida en planeadores que darían comienzo al asalto necesitaban un poco de luz de luna. Componían esta fuerza unos 22.000 hombres de las divisiones 101 y 82 norteamericanas y de la Sexta británica. Como el ataque por sorpresa dependía de que hubiese oscuridad hasta ponerse encima de las zonas sobre las cuales debían descender, se necesitaba que la luna saliese tarde.
El desembarco por mar debía efectuarse cuando la marea hubiese bajado lo suficiente para descubrir los obstáculos puestos en las playas. De la marea dependía la regulación oportuna de toda la invasión, porque las tropas que habrían de desembarcar más tarde necesitaban asimismo marea baja antes del anochecer, lo cual venía a complicar todavía más los cálculos meteorológicos.
Estos dos factores, luz de luna y marea, eran como dos grilletes que estorbaban los movimientos de Eisenhower. Solamente la marea a seis los días del mes propicios para la invasión y... en tres de ellos no saldría la luna.
Pero eso no era todo. Había que contar con muchos otros factores. Primero, se necesitaba luz para identificar las playas, para que la flota y la aviación pudiesen señalar con precisión los objetivos, para disminuir los riesgos de colisión cuando ese gran conjunto comenzara a maniobrar, casi costado con costado, en la bahía del Sena. Segundo, era preciso que el mar estuviera en calma: fuera del estrago que un mar picado podría causar en las embarcaciones, el mareo era capaz de inutilizar las tropas mucho antes de que éstas pusieran pie en tierra. Tercero, era menester que soplara la brisa tierra adentro para que, arrastrando el humo, despejara los objetivos. Y, finalmente, los aliados necesitaban tres días más de calma, después del Día D, para la rápida restauración de sus tropas y pertrechos.
Nadie esperaba en el cuartel general que las condiciones del tiempo fueran a ser perfectas, y mucho menos Eisenbower. En los incontables tanteos hechos con el personal de su oficina meteorológica, el general había aprendido a reconocer y a pesar los factores podrían proporcionarle el mínimo de ventajas aceptables para el ataque y, de acuerdo con los cálculos, las probabilidades de buen tiempo en Normandía, en cualquier dia de junio, estaban de diez a una en su contra.
De los tres días posibles para la invasión, Eisenhower había escogido el 5 de junio, para que, en caso de diferirla, pudiera lanzar el ataque el 6. Mas si ordenaba el desembarco para el 6 y tenía que aplazarlo de nuevo, el problema de reabastecer de combustble los barcos que regresaran le hubiera impedido efectuar el ataque el 7. Le quedarían en ese caso dos alternativas. Primera, postergarlo para el próximo periodo de mareas favorables: el 19 de junio. Pero ese día no habría luna: las tropas transportadas por aire tendrían que aterrizar en la oscuridad. La segunda alternativa era esperar a julio... y una espera tan larga era, como lo recordaría más tarde, ”demasiado angustiosa para considerarla”.
Tan inquietante era esta última alternativa que muchos de los más prudentes jefes estaban dispuestos a arriesgar el ataque el 8 o el 9, en vez de esperar tan largo tiempo. Les parecía imposible mantener 250.000 hombres —más de la mitad de ellos ya enterados de sus misiones— aislados y embotellados en los barcos, en los embarcaderos y en las pistas de aviación durante varias semanas sin que se divulgara el secreto de la invasión. La posibilidad de un aplazamiento era intolerable para todos; pero exclusivamente a Eisenhower correspondía decidir la situación. El domingo 4 de junio, a las cinco de la mañana —poco más o menos al mismo tiempo que Rommel abandonaba el lecho en La Roche-Guyon— Eisenhower tomaba una resolución de importancia decisiva: la invasión de los aliados se difería veinticuatro horas por causa del mal tiempo. Si mejoraban las condiciones atmosféricas, el Día D sería el martes 6 de junio.
En el enorme centro de operaciones del cuartel general de la Armada Aliada, en Portsmouth, se desplegaba intensa actividad. Todo muro de la Casa Southwick se cubría con una gigantesca carta geográfica del Canal de la Mancha. En este mapa estaban marcadas las posiciones de centenares de barcos que habían salido ya con rumbo al continente en docenas de convoyes y que se habían visto obligados a regresar cuando se dió la orden de aplazar la invasión. Un par de muchachas, subidas en escaleras con ruedecillas, señalaban las nuevas posiciones de los convoyes que regresaban. Los oficiales de estado mayor de cada una de las armas de los aliados las miraban en silencio a medida que iban llegando los informes. Exteriormente aparentaban calma, mas no podían ocultar del todo la gran ansiedad que los embargaba. Los barcos no solamente debían virar en redondo, casi en las barbas del enemigo, para volver a Inglaterra por rutas previamente barridas de minas, sino que desafiaban ahora a otro formidable adversario: la tormenta. En esos momentos ya soplaba sobre el canal un viento de 50 kilómetros por hora, las olas alcanzaban un metro y medio de altura y el tiempo amenazaba empeorar.
A medida que corrían los minutos, el mapa iba reflejando la vuelta ordenada de las naves. Veíanse en él hileras de señales que, al desandar las rutas del Mar de Irlanda, se apiñaban en las inmediaciones de la isla de Wight y se acogían a los puertos y fondeaderos de la costa Sudoeste de Inglaterra. Algunos convoyes emplearían todo el día en volver al puerto, mas era de esperar que lo lograsen.
Y, mientras el tiempo empeoraba gradualmente con el paso de las horas, la mayor fuerza aérea y anfibia jamás reunida aguardaba la decisión del general Eisenhower. ¿Confirmaría la fecha del 6 de junio? ¿Se vería obligado a diferir la invasión una vez más, a causa del pésimo tiempo... el peor en veinte años sobre el Canal de la Mancha?
A la luz mortecina del atardecer, el general en jefe salía de vez en cuando a la puerta de su casa rodante: a mirar, por encima de las copas de los árboles batidas por el viento, el manto de nubes con que se cubría el cielo: era una silueta solitaria, con las espaldas ligeramente cargadas y las manos profundamente metidas en los bolsillos.
Poco antes de las 9,30 de aquella noche del 4 de junio, la planta mayor de las fuerzas aliadas se reunió en la biblioteca de la Casa Southwick: de pie en pequeños grupos, los oficiales hablaban en voz baja. Cerca de la chimenea, el general de división Walter Bedell Smith de estado mayor de Eisenhower, hablaba con el delegado del jefe supremo, mariscal del aire Sir Arthur Tedder, mientras éste fumaba su pipa. Sentado a un lado estaba el fogoso comandante de la flota, almirante Sir Bertram Ramsay, y cerca de él, el jefe de la aviación, mariscal del aire Sir Trafford Leigh-Mallory. Solamente uno de estos altos oficiales, recuerda el general Smith, no vestía el uniforme de rigor: el mordaz Bernard Montgomery que gastaba sus habituales pantalones de pana y su suéter de cuello enrollado. Montgomery sería el encargado de conducir el ataque el Día D. Estos eran los hombres que harían efectiva la orden de ataque cuando Eisenhower la diera. Entretanto, ellos y sus oficiales subordinados —estaban presentes 12 jefes en el salón— aguardaban la llegada del general- en jefe y la conferencia que comenzaría en seguida, a las 9,30. Entonces escucharían el último boletín meteorológico.
A las 9,30 en punto se abrió la puerta y entró Eisenhower, vistiendo uniforme de campaña verde oscuro. Dejó traslucir apenas un amago de su habitual sonrisa al saludar a sus viejos amigos, mas el nublado de preocupación volvió a ensombrecer su rostro apenas comenzó la conferencia. No había necesidad de preámbulos: todos sabían cuán seria iba a ser su determinación. Casi inmediatamente entraron en el aposento los tres meteorologistas más autorizados de Overlord, precedidos por su jefe, el capitán J. N. Stagg, de la RAF.
Los circunstantes guardaron profundo silencio cuando Stagg comenzó a documentarlos. Después de un breve bosquejo de las condiciones atmosféricas en las veinticuatro horas inmediatas anteriores, dijo calmadamente: ”Señores, ha habido algunos cambios rápidos e inesperados en la situación...” Todos los ojos se clavaron en él, todos lo miraban ansiosos, pues comenzaba a darles un rayo de esperanza.
Se había descubierto un nuevo frente atmosférico que comenzaría a extenderse sobre el canal dentro de pocas horas, mediante el cual se despejarían gradualmente las zonas donde iba a efectuarse el asalto. Este mejoramiento del tiempo duraría todo el día siguiente y continuaría hasta la mañana del 6 de junio. De ahí en adelante la atmósfera volvería a tomar mal cariz. Durante el período de buen tiempo amainaría a el viento y se despejaría el cielo, por lo menos lo suficiente para que los bombarderos pudieran maniobrar en la noche del 5 y la mañana del 6. Hacia mediodía, la capa de nubes tornaría a espesarse y el cielo a ensombrecerse otra vez. En resumen, el informe que recibía Eisenhower era: las condiciones serían apenas tolerables, muy inferiores a los requisitos mínimos y prevalecerían por un lapso de un poco más de veinticuatro horas.
Durante los quince minutos siguientes, Eisenhower y los altos jefes deliberaron. El almirante Ramsay hizo ver la urgencia de tomar una determinación: el contingente norteamericano que iba a desembarcar en las playas de Omaha y Utah al mando del contraalmirante Kirk debía recibir la orden en el término de media hora, si es que iba a efectuarse la operación Overlord el martes.
Eisenhower consultó la opinión de todos, uno por uno. El general Smith pensaba que el ataque debía efectuarse el 6: era jugar una carta arriesgada, pero había que hacerlo. Tedder y Leigh-Mallory temían que la claridad no fuera suficiente para que pudiese maniobrar la fuerza aérea efectivamente, lo que significaría que el ataque iba a efectuarse sin suficiente apoyo desde el aire: lo creían arriesgado. Montgomery sostuvo su decisión de la noche anterior, cuando se aplazó el ataque del 5: ”Vamos, adelante”, dijo.
Había llegado, pues, el momento de que Eisenhower dijera la última palabra. Largo fué el silencio mientras pesaba todas las posibilidades. Dice el general Smith que le causó profunda impresión ”la soledad y el aislamiento del jefe supremo cuando lo vió sentado, con las manos entrelazadas y la mirada clavada en la mesa”. Pasaban los minutos. Unos dicen que pasaron dos, otros que cinco. Por fin levantó la vista y dijo con calma: ”Estoy completamente convencido de que debemos dar la orden... no me satisface, pero ahí va... No hay manera de hacer nada distinto”.
Se puso de pie. Parecía cansado, aunque había desaparecido la tensión que un momento antes contraía los músculos de su rostro. El martes 6 de junio sería el Día D.
Serían las 10 de la noche cuando el soldado Arthur Schultz, de la División 82 de Paracaidistas, resolvió suspender el juego de dados: nunca se había visto con tanto dinero. Habian estado jugando desde que anunciaron el aplazamiento del ataque aéreo. Comenzaron detrás de una tienda, se mudaron luego bajo el ala de un avión, y por último continuaban la animadísima sesión dentro de un hangar convertido en enorme dormitorio.
Al soldado Schultz le había sonreído la suerte. No sabía exactamente cuánto iba ganando, pero calculaba que tenía en su poder no menos de 2.500 dólares: más dinero del que nunca había visto junto en sus veintiún años.
Habíase preparado muy bien, física y espiritualmente, para dar el gran salto. Como buen católico, confesó y comulgó esa mañana en la misa de campaña celebrada en el aeropuerto. Ahora calculaba mentalmente la manera como iba a distribuir sus ganancias. Se sentía satisfecho: todo lo había previsto. Pero ¿en realidad sería así? ¿Por qué razón le venía a la memoria cierto incidente que lo llenaba de inquietud?
El caso es que cuando distribuyeron la correspondencia esa mañana, Schultz recibió una carta de su madre y dentro de ella un rosario.
Y ahora, al acordarse del rosario, caía en la cuenta de algo que no le había preocupado antes: ¿Cómo es que se había entregado a los azares del juego en una hora tan grave? Miró el montón de billetes estrujados y pensó que, si guardaba todo ese dinero, nunca podría disfrutarlo porque lo matarían sin remedio en el primer asalto. Schultz no quiso exponerse y volvió al corro: ”Hacedme sitio —dijo— voy a seguir jugando”. Echó un vistazo a su reloj para calcular el tiempo que gastaría en perder 2.500 dólares.
Cerraba la noche y las fuerzas invasoras seguían esperando en toda Inglaterra. Bien templadas durante meses de constante adiestramiento, se hallaban listas, mas el aplazamiento las tenía inquietas. Llevaban ya dieciocho horas de espera y cada hora que pasaba iba menguando su paciencia y su buena posición. No sabían que sólo les faltaban veintiséis horas para comenzar el ataque; era todavia demasiado pronto para que la noticia llegara a los soldados; así que, esa noche tormentosa del domingo, seguían aguardando ansiosos, desazonados por secretos temores; esperaban que ocurriera algo, cualquier cosa.
Se ocupaban en lo que todo el mundo suele ocuparse cuando se halla en tales circunstancias: pensaban en sus padres, en sus esposas, en sus hijos, en sus novias. Todos hablaban del combate que les aguardaba. ¿Cómo serían esas playas? Y el desembarco... ¿sería en realidad tan rudo como se lo imaginaban? Nadie podía formarse una idea clara del Día D, pero cada cual se preparaba a su modo para hacerle frente.
Quienes más sufrieron durante la espera fueron los soldados de los convoyes obligados a regresar. Todo el día habían surcado las aguas tormentosas del canal, y ahora, empapados y tristes, se apiñaban contra las barandillas aguardando que el último barco acabara de anclar; a las 11 de la mañana habían regresado todos.
Fuera de la bahía de Plymouth se extendían largas hileras de sombras: buques de desembarco de toda clase y tamaño, con las luces apagadas. Sólo a su regreso al puerto se habían enterado de la razón de la contraorden.
La orden de prepararse para salir de nuevo corrió como el fuego en un reguero de pólvora. Bennie Glisson, radiotelegrafista de tercera del destructor norteamericano ”Corry”, la oyó cuando se disponía a entrar de turno. Corrió a la sala de rancho y encontró allí como una docena de comensales que cenaban tristes y cabizbajos, aunque esa noche les habían servido pavo con todos los aliños de rigor.
—Parece que ésta fuera vuèstra última cena —les dijo Bennie. Y en parte tenía razón, porque por lo menos la mitad de ellos desaparecieron en las profundidades del mar juntamente con el ”Corry” pocos minutos antes de la Hora H del Día D.
A medianoche los guardacostas y destructores comenzaron la improba tarea de organizar de nuevo los convoves. Esta vez no habría orden de regreso.
El lunes 5 de junio de 1944, al rayar la aurora, las costas de Normandía estaban envueltas en un sudario de neblina. La lluvia intermitente del día anterior había degenerado en una persistente llovizna que todo lo empapaba. Más allá de las playas, se dilataba la campiña irregular que fué teatro de incontables batallas y que iba a presenciar todavía más.
Durante cuatro años los normandos habían convivido con los alemanes en su propio suelo. Tal servidunmbre no había sido igual para todos. En las tres grandes ciudades, El Havre, Cherburgo y Caen, la ocupación era un hecho desagradable y constante de la vida diaria: ahí estaban las oficinas de la Gestapo y de la SS.; allí prevalecía el recuerdo permanente del estado de guerra, las incursiones nocturnas para tomar rehenes, las interminables represalias contra las fuerzas de resistencia, los bienvenidos aunque aterradores bombardeos de los aliados.
Fuera de las ciudades —especialmente entre Caen y Cherburgo— se ensanchaba la campiña de los setos vivos: pequeñas parcelas bordeadas de montículos de tierra coronados de arbustos, que habían servido de fortificaciones naturales, lo mismo a los invasores que a los defensores, desde los tiempos de los romanos. El campo estaba moteado de alquerías, unas con techos de paja, otras de rojas tejas de barro, y aquí y allá se alzaban las aldeas y las poblaciones que semejaban pequeñas ciudadelas donde descollaba la caracteristica torre de la iglesia normanda rodeada de casas seculares de piedra gris. Para la mayor parte del mundo sus nombres eran desconocidos: Vierville... Colleville... La Madeleine... Ste.-Mère Eglise... Chef-du-Port... Ste.-Marie-du-Mont... Arromances... Luc y muchas otras.
Aquí, en la campiña poblada a trechos, la ocupación tenía una modalidad bien distinta. Al campesino normando, cogido en una especie de contracorriente de la guerra, no le quedaba otro remedio que amoldarse a la situación. Millares de hombres y mujeres habían sido sacados de sus aldeas y despachados a trabajar como esclavos, y a los que aún quedaban se les obligaba a dedicar parte del tiempo a la construcción de las fortificaciones costeras. Pero ellos, feramente independientes, apenas hacían lo absolutamente indispensable; vivían odiando a los alemanes con típica tozudez normanda y esperando estoicamente el día de la liberación.
En Colleville, no lejos de aquel lugar que bien pronto conocería el mundo con el nombre de Omaha Beach, Fernand Broeckx, hombre de cuarenta años, ordeñaba, como lo hacía todas las mañanas, su vaca en el establo que escurría el agua de la lluvia. Su granja quedaba a la vera del camino fangoso y estrecho, como a un kilómetro del mar. No había vuelto a transitar por esa senda ni había ido a la playa desde que los alemanes cerraron el camino.
Hacía cinco años que trabajaba allí; él era belga y en la primera guerra mundial le destruyeron su casa... no lo podía olvidar y, al estallar la segunda, abandonó el trabajo que tenía en una oficina y se vino con su mujer y su hija a Normandía, donde creyó estar seguro.
A unos 25 kilómetros de distancia, en la ciudad episcopal de Bayeux, su hija Anne Marie, preciosa chica de diecinueve años, se preparaba para ir al kindergarten donde era maestra. Esperaba con placer anticipado que terminara ese día, pues el siguiente comenzarían sus vacaciones de verano que se proponía pasar en la granja, adonde iría en bicicleta. No tenía por qué saber que ese día desembarcaría en la playa, precisamente enfrente de la granja de su padre, un gallardo joven norteamericano a quien no conocía, ni tampoco se podía imaginar que con el tiempo se casaría con él.
En toda la extensión de la costa de Normandía las gentes se ocupaban de sus diarios quehaceres: los agricultores araban sus campos, cuidaban de sus manzanares, pastoreaban sus rebaños de vacas barcinas; los tenderos abrían sus pequeños comercios en las aldeas. Para todo el mundo aquel día era otro de tantos.
En el pequeño villorrio de La Madeleine, más allá de las dunas y los médanos de la playa que pronto se conocería con el nombre Utah Beach, Paul Gazengel abría su cafetín, como de costumbre, a pesar de la casi total ausencia de parroquianos.
Hubo un tiempo en que Gazengel hacía buen negocio, pero ahora toda la zona costera había sido clausurada. Las familias que vivían de este lado de la costa de la Península de Cherburgo habían sido evacuadas; solamente a los propietarios de granjas se les había permitido quedarse. Los ingresos del dueño del catetín dependían ahora de siete familias que aún vivían en La Madeleine y de los pocos soldados alemanes del vecindario a quienes se veía obligado a servir.
A Gazengel le hubiera gustado trasladar su negocio a otra parte. Mientras estaba sentado en su café esperando que apareciera el primer parroquiano, en todo pensaba, menos en que dentro de veinticuatro horas iba a hacer un viaje: efectivamente, tanto él como todos los hombres del lugar iban a ser recogidos y enviados a Inglaterra para someterlos a sendos interrogatorios.
El día pasó también en calma y silencio para los alemanes. Nada ocurría, no se esperaba suceso alguno: el tiempo era tan malo que el coronel profesor Walter Stöbe, jefe de la oficina meteorológica de la Luftwaffe, instalada en el palacio de Luxemburgo, en París, había dicho a sus asistentes que podian descansar. Juzgaba que los aviones aliados ni siquiera se atreverían a maniobrar ese día. Se dió orden de suspender actividades a las dotaciones antiaréas.
Stöbe llamó por teléfono a von Rundstedt, a su cuartel general de Saint-Germain. El mariscal dormía hasta tarde, como de costumbre; solamente a mediodía conferenció con su jefe de estado mayor con el fin de aprobar el ”cálculo de intenciones de los aliados” del OB Oeste, para remitirlo luego al cuartel general de Hitler (OKW). El cálculo era otro desacierto. Decía así: ”El aumento sistemático y evidente de los ataques aéreos indica que el enemigo ha llegado a un alto grado de preparación. El frente probable de invasión sigue siendo el sector comprendido entre el Escalda (Holanda) y Normandía.. y posiblemente, el Norte de Bretaña... (pero).. no es claro todavía el punto que el enemigo escogerá dentro de ese sector. Los ataques aéreos concentrados sobre las defensas costeras entre Dunquerque y Dieppe, pueden indicar que el grueso de la invasión pretenda efectuarse por allí... (pero)... no hay señas de que la invasión sea cosa inminente...
Habiéndose desembarazado de este cálculo vago —una conjetura que abarcaba cerca de 1.300 kilómetros de costa— von Rundstedt salió acompañado de su hijo (un joven subteniente) a almorzar en su restaurante favorito, el ”Coq Hardi”, en el vecino Bougival. Era un poco más de la una de la tarde: faltaban doce horas para comenzar el Día D.
En todo el encadenamiento del mando alemán el mal tiempo obraba como un sedante: los distintos cuarteles generales confiaban en que no habría ataque en un futuro inmediato. Basaban esa confianza en los cuidadosos estudios hechos acerca del estado del tiempo durante los desembarcos aliados en el Africa del Norte, en Italia y en Sicilia. En todos ellos las condiciones atmosféricas habían sido diferentes, pero meteorologistas habían observado que los aliados nunca intentaban un desembarco a menos de estar casi seguros de que el tiempo les sería favorable, especialmente en las operaciones aéreas. Los metódicos cerebros alemanes no concebían divergencia alguna de esta regla: las condiciones atmosféricas tenían que ser apropiadas, o si no, los aliados no atacarían. Y entonces no lo eran.
En el mando del Grupo B del ejército, en La Roche-Guyon, continuaba el trabajo como si Rommel no se hubiera ausentado. Sin embargo, el jefe de estado mayor, general-doctor Hans Speidel, vió las cosas tan tranquilas que resolvió dar una fiestecita. Invitó a varios amigos, entre ellos al escritor y filósoto Ernst Juenger. Speidel era un intelectual y se prometía sacarle mucho gusto al banquete poniendo sobre el tapete su tema favorito: la literatura francesa. Había también algo más sobre que hablar: un opúsculo de 20 páginas redactado por Juenger cuyo manuscrito había enseñado secretamente a Speidel y éste a Rommel. Era un documento que ambos aprobaban con entusiasmo: esbozaba un plan para restablecer la paz... una vez que Hitler hubiera sido juzgado por un tribunal alemán, o asesinado. ”Pasaremos la noche discutiendo sobre estas cosas”, habíale dicho Speidel a Juenger.
En Saint-Lô, cuartel general del Cuerpo 84, el mayor Friedrich Hayn, oficial de contraespionaje, se ocupaba también en los preparativos de una velada en honor del comandante del cuerpo, general Erich Marcks, quien cumplía años el 6 de junio.
La fiesta sería de sorpresa y la reservaban para la medianoche porque el comandante debía partir a la madrugada del dia siguiente: tenía que ir a Rennes para asistir, junto con los otros altos oficiales de Normandía, a una conferencia cartográfica referente a la invasión teórica de Normandía, el Kriegsspiel, que prometía ser muy interesante e iba a empezar el martes por la mañana.
El Kriegsspiel preocupaba al jefe de estado mayor del Séptimo Ejército, general de brigada Max Pemsel: no estaba bien que todos los altos jefes de Normandía y de la Península de Cherburgo se ausentaran de sus puestos al mismo tiempo, y era más peligroso aún que pasaran la noche afuera. Como Rennes distaba bastante de sus destacamentos respectivos, Pemsel temía que muchos salieran del frente antes del amanecer y tenía la convicción de que en una invasión a Normandía, en el caso de que la hubiera, el ataque sería lanzado con las primeras luces del alba. Por eso decidió prevenir a todos los participantes con una orden que despachó por teletipo y que decía así: ”Se advierte a los comandantes generales y demás oficiales que van a asistir al Kriegsspiel, que no deben salir hacia Rennes antes de la madrugada del 6 de junio”. Pero era demasiado tarde; muchos de ellos habían salido ya.
Así las cosas, por un caprichoso lance del destino, mientras jefes encargados de las defensas de las costas estaban lejos del frente, el Alto Mando alemán resolvió trasladar las últimas escuadrillas de aviones de combate de la Luftwaffe que quedaban en Francia a otros lugares fuera del alcance de las playas de Normandía. Los aviadores se quedaron estupefactos.
La razón principal para el retiro era la necesidad que había de esos aviones para la defensa del Reich, que durante muchos meses venía siendo víctima de incesantes bombardeos aéreos. En tales circunstancias, el Alto Mando no creyó prudente dejar sus preciosos aviones expuestos a ser destruidos por los bombarderos aliados en los campos de Francia. Hitler había prometido a sus generales 1.000 aviones para defender las playas el día de la invasión. En estos momentos, tal promesa era evidentemente irrealizable. El 4 de junio solamente había 183 aviones de combate diurno en toda Francia, de los cuales 160 se consideraban útiles. De esos 160 se retiraron de la costa, esa misma tarde, los 124 que formaban el ala de combate núm. 26.
En el cuartel general del ala 26, que estaba en Lila, en la zona del Décimoquinto Ejército, el coronel Josef Priller (uno de los ases de la Luftwaffe, que había derribado 96 aviones aliados) se paseaba por la pista echando sapos y culebras. Priller, que no se mordía la lengua cuando hablaba con sus superiores, llamó por teléfono al jefe de su grupo y le dijo:
—¡Esto es una imbecilidad! Si esperamos una invasión ¡las escuadrillas deben avanzar en vez de retroceder! Y ¿qué va a pasar si el ataque ocurre durante el traslado? Mis pertrechos no pucden llegar a las nuevas bases hasta mañana, o tal vez pasado mañana. ¡Todos ustedes están locos!
—Escucha, Priller —respondióle el jefe—. La invasión está descartada por ahora. El tiempo es demasiado malo.
Priller colgó bruscamente el receptor y volvió a la pista. Solamente habían quedado allí dos aviones: el suyo y el del sargento Heinz Wodarczyk, su compañero de flanco.
—¿Qué vamos a hacer? —le dijo a éste—. Si hay invasión, probablemente esperan que la detengamos tú y yo. Lo mejor será que comencemos a beber desde ahora hasta emborracharnos.
Entre los millones que vigilaban y esperaban en Francia, apenas si habría una docena que realmente tuvieran noticia de la inminencia de la invasión y éstos se entregaban a sus quehaceres con calma y despreocupadamente, como de costumbre. La calma y la despreocupación formaban parte de su consigna: eran los líderes de la resistencia francesa.
Los más vivían en París. Desde alli dirigían una vasta y compleja organización, tan secreta que ni los mismos jefes se conocían unos a otros, a no ser por su nombre en clave; ningún grupo sabía lo que hacían los demás.
Este gran ejército invisible de la resistencia, compuesto de hombres y mujeres, venía haciendo la guerra silenciosa por más de cuatro años: una guerra sin hazañas vistosas, pero siempre arriesgadas. Millares habían muerto ajusticiados, otros miles en los campos de concentración. Pero, aunque sus soldados rasos no lo supieran, se acercaba ya la hora por la cual todos luchaban.
En días anteriores, el alto mando de la resistencia había recibido centenares de mensajes en clave transnitidos por la BBC. Unos cuantos eran avisos de que la invasión podría presentarse de un momento a otro. Uno de ellos, los primeros versos del poema de Verlaine Chanson d’Automne, los mismos que interceptaron los radioescuchas del teniente coronel el 1.º de junio en el cuartel del Décimoquinto Ejército alemán. Canaris había estado muy bien enterado.
Entonces, lo mismo que Meyer, pero mucho más excitados, los líderes de la Resistencia comenzaron a aguardar la segunda parte del mensaje. No obstante, para el movimiento de resistencia en general, el aviso efectivo llegaría cuando los aliados ordenaran ejecutar los planes de sabotaje previamente convenidos. Dos mensajes soltarían el disparador de estos ataques. El uno: ”Hace calor en Suez”, pondría en ejecución el ”Plan Verde”: destrucción de rieles y equipo ferroviario. El otro: ”Los dados están sobre la mesa”, desataría el ”Plan Rojo”: corte de líneas telefónicas y telegráficas. Todos los jefes regionales y de sector estaban prevenidos para poner mucha atención a estos dos avisos.
El lunes por la tarde, víspera del Dia D, la BBC emitió uno de los mensajes. A las 6,30 p.m. dijo el locutor: ”Los dados están sobre la mesa.. El sombrero de Napoleón está en el círculo... La flecha no pasará”. Minutos más tarde se oyó el otro.
En todas partes los grupos de la Resistencia recibieron el aviso, transmitido con toda calma por sus comandantes inmediatos. Cada grupo tenía su plan propio y sabía exactamente lo que tenía que hacer. Albert Augé, jefe de estación de Caen y los suyos, debían destruir las bombas de agua en los patios del ferrocarril e inutilizar los inyectores de vapor de las locomotoras. André Farine, propietario de un café de Lieu Fontaine, cerca de Isigny, tenía la consigna de paralizar las comunicaciones de Normandía: con su cuadrilla de cuarenta hombres cortaría los enormes cables telefónicos que salían de Cherburgo. A Yves Gresselin, abacero de esa misma ciudad, se le había asignado uno de los trabajos más arriesgados de todos: tenía que dinamitar con su cuadrilla la red ferroviaria entre Cherburgo, Saint-Lô y París. A todo lo largo de la costa de invasión, desde Bretaña a la frontera belga, todos los grupos estaban apercibidos.
En el balneario de Grandcamp, cerca de la desembocadura del Vire y casi a igual distancia de las playas ”Utah” y ”Omaha”, Jean Marion, jefe de aquel sector, tenía informes de vital importancia para comunicar a Londres. No sabía cómo hacerlo ni si tendría tiempo todavía.
Muy de mañana sus subordinados le anunciaron la llegada de una nueva unidad de baterías antiaéreas alemanas. Marion salió en bicleta a curiosear los cañones. Aunque lo detuvieran, sabía que al fin lo dejarían pasar, pues entre las muchas tarjetas falsas de identidad que siempre llevaba consigo para esos casos, tenía una que lo acreditaba como albañil en la construcción de la Muralla del Atlántico.
Se quedó espantado ante la magnitud de la batería y la extensión de superficie que cubría. Era un grupo de barreras antiaéreas motorizadas, un Flak con cañones de varios tipos. Quienes los montaban trabajaban con tanto empeño como si temiesen que no iban tener tiempo suficiente. Aquella frenética actividad le preocupó mucho, pues podría significar que la invasión estaba encima y, lo que era peor, que los alemanes lo hubieran sabido de algún modo.
Aungue Marion lo ignoraba, los cañones antiaéreos enfilaban la ruta precisa de los aviones y planeadores que dentro de pocas horas llegarían cargados de paracaidistas aliados. No obstante, si alguien en el Alto Mando alemán estaba enterado del ataque que se avecinaba, no se lo había dicho al coronel Werner von Kistowski, fogueado comandante del regimiento Flak n.º 1. Kistowski no entendía por qué razón lo habían mandado allí con tanta prisa, con ese equipo y los 2.500 hombres que lo servían. Sin embargo, el hombre estaba acostumbrado a esos cambios súbitos; una vez lo habían enviado solo a los montes del Cáucaso con su unidad militar... y ya nada le sorprendía.
Un poco antes de las nueve de la noche aparecieron frente a la costa francesa como una docena de barcos pequeños. Se movían tranquilamente en el horizonte y estaban tan cerca que sus tripulantes podían ver con claridad las casas de la campiña normanda. No fueron vistos, y una vez terminada su misión viraron en redondo. Eran barreminas británicos, la vanguardia de la flota más grande que jamás se haya reunido.
En pos de ellos, surcando las aguas grises e inquietas del Canal, una gran escuadra se aprestaba a caer sobre la Europa de Hitler: el poder y la ira del mundo libre que al fin se desencadenaban. Eran 2.727 barcos de todo tipo que venían formados de diez en fondo, en hileras de 30 kilómetros de frente, que se sucedían sin descanso, una tras otra. Había nuevos y rápidos transportes de ataque, lentos y viejos carcamales de carga, pequeños trasatlánticos, vapores del Canal, barcos-hospitales, buques-tanques, barcos de cabotaje y un enjambre de remolcadores que se movían en todas direcciones. Había columnas interminables de buques de desembarque de poco calado, gabarras capaces de arrastrarse hasta muy adentro, algunas de ellas hasta de cien metros de largo. Muchas llevaban a bordo, como los otros transportes, pequeñas lanchas para el asalto final: más de 2.500 en total.
Delante de los convoyes navegaban hileras de barreminas, guarda- costas, plantaboyas y lanchas de motor. Sobre ellos volaban los globos de barrera, y más arriba, al ras de las nubes, se cernían escuadrillas de aviones de combate. Rodeando este fantástico desfile de naves repletas e soldados, cañones, tanques, vehículos de motor y toda clase de pertrechos, navegaba una escolta de más de 700 buques de guerra.
Allí iba el crucero pesado ”Augusta”, nave capitana del contraalmirante Kirk, que mandaba las tropas de desembarco norteamericanas: 21 convoyes que hacían rumbo a las playas de ”Omaha” y ”Utah”. A su lado hendían las olas majestuosamente, con todas sus banderolas de guerra desplegadas, los acorazados británicos ”Ramillies” y ”Warspite”, los norteamericanos ”Texas”, ”Arkansas” y el orgulloso ”Nevada”, que los japoneses echaron a pique y dieron por perdido en Pearl Harbor.
A la cabeza de los 38 convoyes ingleses y canadienses que se dirigían a las playas ”Sword”, ”Juno” y ”Gold”, iba el crucero británico ”Scylla”, nave insignia del contraalmirante Sir Philip Vian, el que ayudó a dar caza al gran acorazado aleman ”Bismarck”, y cerca de él, el más famoso de los cruceros británicos, el ”Ajax”, uno de los tres que acorralaron y echaron a pique al ”Graf Spee” en la bahía de Montevideo. Había muchos cruceros famosos: el ”Tuscaloosa” y el ”Quincy”, de los Estados Unidos; el ”Enterprise” y el ”Black Prince” de Gran Bretaña; el ”Georges Leygues”, de Francia... 22 en total.
Al lado de los convoyes navegaban embarcaciones de divetsas tipos: balandras, corbetas, potentes cañoneras —como la ”Soemba”, de Holanda—, barcos de patrulla antisubmarina, rápidas lanchas torpederas y gran número de relucientes destructores. Aparte los numerosos cazatorpederos norteamericanos y británicos, estaban el ”Qu’apelle”, el ”Saskatchewan” y el ”Restigouche” del Canadá, el ”Svenner” de Noruega Libre y hasta una contribución de las fuerzas de Polonia Lbre, el ”Piorun”.
Lenta, pesadamente avanzaba la poderosa Armada a través del Canal. Obedecía a un reglamento de tránsito escalonado, minuto a minuto, nunca intentado hasta entonces. Salían los barcos de los puertos ingleses y, navegando a lo largo de la costa en dos hileras de convoyes, iban a converger en un sitio de reunión al sur de la isla de Wight. Allí se repartían para juntarse a las fuerzas que se encaminaban a cada una de las cinco playas a que habían sido destinados. Una vez fuera del lugar de la cita, al que bien pronto se le dió el nombre de ”Picadilly Circus” (el centro de Londres), los convoyes hacían rumbo a Francia siguiendo las rutas marcadas con boyas. Al aproximarse a Normandía, las cinco rutas se bifurcaban como una red de carreteras formando diez canales: dos para cada playa, uno para el tráfico rápido y otro para el lento. Al frente, casi al final de estos canales dobles, y protegidos por una punta de lanza formada por barreminas, cruceros y acorazados, estaban los barcos de mando: cinco transportes de ataque erizados de antenas de radar y de radio. Estos puestos de mando flotantes serían los centros nerviosos de la invasión.
No se veían más que barcos por todas partes. Para quienes iban a bordo, esta histórica escuadra constituía el espectáculo más impresionante e inolvidable jamás presenciado.
La tropa parecía contenta de haberse puesto al fin en camino... a pesar de las incomodidades y los peligros que tenía por delante. Los soldados no habían perdido del todo su nerviosidad, pero muchas de sus preocupaciones se habían desvanecido. Ahora sólo deseaban poner manos a la obra y salir de eso cuanto antes.
A bordo de las barcazas de desembarque y de los transportes, escribían cartas de última hora, jugaban a los naipes o charlaban en corrillos. Los capellanes despachaban ”al por mayor”. A poco de hallarse navegando en el Canal, muchos a quienes les había atormentado la idea de la muerte no tenían otra preocupación que llegar pronto a las playas. El mareo se había extendido como una plaga por los 59 convoyes, especialmente entre los tripulantes de las gabarras, que se bamboleaban sin piedad.
Algunos soldados leían, o trataban de leer, libros curiosos que no tenían nada que ver con las circunstancias en que sus lectores se encontraban. El cabo Alan Bodet, de la 1.ª División, comenzó a hojear el Kings Row, mas no pudo concentrar la atención porque le preocupaba su jeep; pensaba si el material impermeable con que lo había protegido sería capaz de aguantar cuando lo metiera dentro de un metro de agua. El capellán Lawrence Deery, de la 1.ª División, a bordo del transporte británico ”Empire Anvil”, se hacía cruces al ver que un oficial de la flota inglesa leía las Odas de Horacio en latín. El capellán, que iba a desembarcar en la primera oleada con el regimiento de Infantería n.° 16, había pasado toda la noche leyendo la Vida de Miguel Angel, de Symond.
Acababan de dar las 10,15 de la noche cuando el teniente coronel Meyer, jefe del contraespionaje alemán del Décimoquinto Ejército, salió precipitadamente de su despacho. Llevaba en la mano quizás el más importante de los mensajes que los alemanes habían interceptado durante la segunda guerra mundial. Ya sabía Meyer que la invasión iba a comenzar dentro de cuarenta y ocho horas. Teniendo en su poder esa información, los aliados serían desbaratados en el mar. El mensaje, transmitido por la BBC de Londres a las fuerzas francesas de la Resistencia, era nada menos que la esperada segunda frase del poema de Verlaine: Blessent mon cœur d’une langueur monotone.
Meyer entró cono una tromba en el comedor, donde el general Hans von Salmuth jugaba al ”bridge” con su jefe de Estado Mayor y dos oficiales más.
—¡General! —dijo Meyer jadeante—. ¡El mensaje.. la segunda parte... aquí está!
Von Salmuth se quedó pensativo por un momento y en seguida dió la orden de alertar al Décimoquinto Ejército. Peto mientras Meyer salía a toda prisa del comedor, el general volvía a interesarse por las cartas que tenía en la mano.
—Soy perro viejo para preocuparme demasiado por estas cosas —comentó.
Lo mismo que sus colegas paracaidistas, el soldado Schultz de la División 82, estaba listo aguardando en la pista; vestía su traje de faena, con el paracaídas suelto que le colgaba del brazo derecho. Tenía la cara tiznada con carbón y la cabeza afeitada al rape, a no ser por un copete de pelo corto que empezaba en la frente e iba a morir en la nuca, que le daba el aspecto de indio iroqués. Se sentía satisfecho porque había logrado perder todo el dinero ganado al juego; no le quedaba otra cosa de valor encima que el rosario que su madre le enviara. De pronto oyó que alguien decía: Okay, let’s go! (¡Bueno, vamos!) Los camiones comenzaron a rodar por las pistas hacia los aviones que aguardaban.
En toda Inglaterra las tropas aliadas que iban a ser transportadas por aire subían a bordo de sus respectivos aviones y planeadores Los aviones exploradores habían salido ya. En el cuartel general de la División Aérea n.º 101, en Newbury, el general Eisenhower, acompañado de un pequeño grupo de oficiales y cuatro corresponsales de Prensa, contemplaba los primeros aviones que se ponían en posición para despegar. Había estado hablando con ellos durante una hora. Le preocupaba más la operación aérea que cualquier otra maniobra del asalto. Algunos de sus ayudantes de campo temían que en el ataque aéreo ocurrieran más de un 75 por 100 de bajas.
Eisenhower veía rodar los aviones por las pistas y alzarse luego mansamente en el aire. Uno tras otro iban penetrando la oscuridad. Luego describían amplios círculos sobre el aeropuerto hasta formar las escuadrillas. El general, con las manos sepultadas en los bolsillos, escudriñaba el cielo nocturno, y cuando las escuadrillas ya formadas nasaban bramando sobre su cabeza en dirección a Francia, se le llenaban los ojos de lágrimas.
Minutos más tarde los hombres de la escuadra de invasión que atravesaba el Canal de la Mancha oyeron también el imponente rugir de los aviones. Se hacía cada momento más atronador, a medida que pasaban oleada tras oleada. Tardaron más de una hora en pasar. Después, el tronar de sus motores se fué apagando. Sobre cubierta, todos no hacían más que mirar al cielo: nadie decía una palabra. Al pasar la última flotilla, una luz ambarina parpadeó entre las nubes, transmitiendo a la Armada, en alfabeto Morse, tres puntos y una raya: la ”V” de la Victoria.
Sobre el Canal de la Mancha, la noche retumbaba con el rugir de los aviones: se había lanzado la invasión a la Europa de Hitler y las fuerzas aliadas sólo podían tener una consigna: ¡adelante! Iban a la cabeza los exploradores encargados de iluminar las zonas de aterrizaje para los paracaidistas y la infantería de aviación, llevada en planeadores. Detrás venían, en interminables formaciones, los imponentes ejércitos aliados, transportados por aire.
Abajo, en el mar, surcaban las oscuras aguas cinco grandes convoyes que constituían el grueso de las fuerzas aliadas de invasión: más de 2.700 embarcaciones atestadas de cañones, tanques, semitractores y soldados mareados, pero resueltos.
Los alemanes habían sembrado las playas de invasión con una maraña de obstáculos submarinos a fin de empalar y echar a pique los botes de desembarco. En la arena se escondían cinco millones de minas para destruir tanques y tropas. Detrás, en los peñascos que dominan las playas, en blocaos y trincheras y fortines de hormigón, las fuerzas de Rommel apuntaban las ametralladoras y cañones para poder batir los diversos sectores con fuego cruzado. El tiempo de espera habia concluído...
II
UN POCO después de la media noche del 6 de junio de 1944 un horrendo bramido que atronaba el espacio despertó al mayor Werner Pluskat, oficial alemán de la División 352, en su cuartel de Etreham, situado a seis kilómetros de la costa de Normandía. Aturdido, todavía en paños menores, medio dormido, tomó el teléfono y llamó al teniente coronel Ocker, su inmediato superior, para preguntarle qué ocurría. El ruido de los aviones y el cañoneo aumentaban por momentos, y el instinto le decía que esta barahunda obedecía a algo más que a una de tantas incursiones aéreas.
Ocker se incomodó con la llamada y le respondió secamente:
—Mi querido Pluskat: todavía no sabemos lo que está pasando, pero no se preocupe; le avisaremos cuando lo sepamos.
Se oyó un golpe seco al colgar el teléfono. A Pluskat no le satisfizo la respuesta. Hacía ya veinte minutos que zumbaban los aviones por el cielo tachonado de cohetes de señales, bombardeando la costa al Oriente y al Occidente. En el sector del centro, que él defendía, reinaba una calma nada tranquilizadora. Desde su puesto de mando, establecido en un viejo castillo, dirigía cuatro baterías —20 cañones en total— que protegían la mitad de la zona que bien pronto se conocería con el nombre de ”Omaha Beach”.
Pluskat seguía nervioso. Llamó al cuartel general de la División y habló con el mayor Block, oficial del servicio de información.
—Probablemente, otra incursión de bombarderos —le informó Block—. La cosa no está clara aún.
Un poco avergonzado, Pluskat colgó el teléfono. Pensó que se había mostrado demasiado impetuoso. Después de todo, nadie había dado la alarma. Además, esa noche era una de las pocas en que sus tropas reposaban tranquilas después de varias semanas de constantes ordenes y contraórdenes de estar alerta. No pudiendo dormir, se sentó en el borde de la cama acompañado de su perro de pastor, ”Harras”, que dormitaba a sus pies. Todavía oía el monótono zumbar de los aviones distantes. De pronto sonó el teléfono. Pluskat lo tomó inmediatamente.
—Se anuncia la presencia de paracaidistas en la península —oyó que le decía tranquilamente el teniente coronel Ocker—. Ponga sobre aviso a su gente y baje en el acto a la costa.
Minutos después, Pluskat y dos oficiales, el capitán Ludz Wilkening y el teniente Fritz Theen, entraban en su puesto avanzado, que era un fortín de observación construído entre los acantilados, no lejos de la aldea de Ste.-Honorine.
Rápidamente Pluskat se colocó detrás del potente catalejo de artillero que estaba montado en un pedestal frente a una de las dos angostas troneras del fortín. Aquel puesto de observación no hubiera podido estar mejor situado: a más de 30 metros sobre el mar y casi en el centro de lo que pronto iba a ser la cabeza de playa de Normandía. En un día claro, un vigía podía divisar desde esa atalaya toda la costa, desde la punta de la península de Cherburgo, a la izquierda, hasta El Havre, a la derecha.
Aun entonces, a la luz de la luna, Pluskat disfrutaba de un panorama excelente. Moviendo lentamente el anteojo de aquí para allá, escudriñaba la bahía. No se notaba nada extraordinario, y al cabo de un rato dejó el catalejo.
—No se ve nada de raro —dijo al teniente Theen, y en seguida llamó al cuartel general de su regimiento.
Por entonces ya habían comenzado a llegar vagos y contradictorios informes a los diferentes puestos de mando del Séptimo Ejército alemán en Normandía; rumores que los oficiales trataban de evaluar. Pero no había mucho sobre que fundarse: figuras borrosas vistas por ahí, tiros de fusil hechos por acá, un paracaídas colgado de un árbol encontrado más allá.. Muchos indicios, pero ¿de qué? ¿Cuántos hombres habían aterrizado... dos o doscientos? ¿Serían acaso tripulantes de los bombarderos alcanzados por la artillería antiaérea que se habían oligados a saltar en paracaídas? ¿O sería una serie de ataques de la Resistencia francesa? Nadie lo sabía, y con tan escasa información, nadie en el Séptimo Ejército ni en el Décimoquinto, en la zona de Pas-de-Calais, se atrevía a dar una voz de alarma que más tarde pudiese resultar infundada. Y en esta incertidumbre pasaban los minutos.
Aunque los alemanes no lo comprendiesen, la presencia de paracaidistas en la península de Cherburgo significaba que el Dia D había comenzado. Eran los primeros exploradores: 120 hombres especialmente adiestrados bajo la dirección del general de brigada James Gavin, subcomandante de la División Aérea 82. Su misión consistía señalar ”zonas de descenso” en una superficie de 130 kilómetros cuadrados, detrás de la playa ”Utah”, donde pudiera aterrizar el grueso de las tropas de asalto norteamericanas que habían de llegar una hora más tarde en paracaídas y planeadores. ”Cuando piséis el suelo de Normandía —habíales dicho Gavin— tendréis un solo amigo: Dios”.
Los exploradores tropezaron con dificultades desde un principio. Era tan intenso el fuego antiaéreo alemán, que los aviones se vieron obligados a cambiar de rumbo. Solamente 38 de los 120 exploradores lograron aterrizar sobre sus objetivos. Los restantes descendieron a varios kilómetros de distancia.
Desperdigados sobre el terreno, trataban de orientarse avanzando cautelosamente de seto en seto hacia los puntos de reunión, cargados con sus rifles, minas, linternas y paneles de luz fluorescente. Disponían apenas de una hora para señalar las ”zonas de descenso” al grueso de las tropas de asalto.
A 80 kilómetros de allí, al extremo oriental del campo de batalla de Normandía, seis aviones ingleses cargados de exploradores y seis bombarderos de la RAF remolcando planeadores, penetraban sobre la costa. El cielo estallaba con mortífero fuego antiaéreo y los invasores iban cayendo iluminados por fantásticos candelabros de luces de bengala. Dos exploradores ingleses descendieron exactamente sobre el prado frontero de la casa que servía de centro de operaciones al general Josef Reichert, jefe de la División alemana 711. Reichert jugaba a las cartas cuando los aviones cruzaron atronando el espacio y precipitadamente, en compañía de otros oficiales, en el momento en que los dos ingleses tocaban tierra.
Difici sería saber quiénes fueron los más sorprendidos, si los alemanes o los paracaidistas británicos. El jefe nazi sólo acertó a decir:
—¿De dónde salen ustedes?
A lo cual respondió uno de los ingleses con toda la flema de quien llega a una fiesta sin haber sido invitado:
—Lo siento mucho, mi querido amigo. Hemos aterrizado aquí por pura casualidad
Reichert volvió inmediatamente a su oficina y llamó por teléfono al cuartel general del Décimoquinto Ejército. No obstante, mientras esperaba que lo comunicaran, ya habian comenzado a fulgurar las señales luminosas en las zonas de descenso de los sectores británicos y norteamericanos. Algunos de los exploradores estaban ya en sus metas.
En St-Lô, en el cuartel general del Cuerpo 84 (inmediatamente inferior al del Séptimo Ejército) se habían congregado los oficiales en la habitación de su general, Erich Marcks, para celebrar su cumpleaños con una fiesta de sorpresa. Todos de pie, bebieron a la salud del jefe, sin sospechar siquiera que, mientras brindaban, millares de paracaidistas británicos descendían sobre el suelo francés.
Para la mayoría de los paracaidistas aquello constituyó una aventura inolvidable. El soldado Raymond Batten cayó sobre un árbol; el paracaídas se enredó en las ramas y él quedó suspendido, bamboleándose a cinco metros del suelo. El bosque estaba silencioso; Batten desenvainó el cuchillo para cortar las cuerdas que lo aprisionaban y... entonces oyó el traqueteo de una pistola ametralladora Schmeisser por allí cerca. Momentos después sintió crujir de ramas en el matorral que tenía debajo. Batten, que había perdido el fusil-ametrallador, colgaba indefenso, sin saber si quien se acercaba era amigo o enemigo. ”Quienquiera que fuese, llegó y me miró —recuerda—. Yo me quedé Completamente quieto, y el hombre, probablemente creyéndome muerto, al fin se alejó”.
Tan pronto como se marchó el intruso, Batten se descolgó del árbol y se encaminó a la salida del bosque; en el camino encontró el cádaver de un compañero cuyo paracaídas no se había abierto. En seguida, al avanzar por la carretera, un hombre pasó por su lado corriendo y gritando como loco: ”¡Mataron a mi compañero! ¡Lo mataron!” Por fin logró reunirse con un grupo de camaradas que se encaminaban al lugar de la cita y se encontró al lado de un soldado que marchaba completamente alelado: caminaba sin mirar a los lados y sin darse cuenta de que el fusil que llevaba agarrado se le había doblado por la mitad.
Cosas inverosímiles les sucedieron a los primeros invasores. El teniente Richard Hilborn, del primer Batallón Canadiense, recuerda que uno de ellos cayó sobre el techo de un invernadero y lo perforó con el cuerpo ”rompiendo vidrios a diestro y siniestro y metiendo un ruido de todos los diablos”; pero antes de que los trozos de vidrio acabaran de caer ya estaba en camino, corriendo con pies alados. Otro atravesó el cuerpo en la boca de un pozo, con una precisión increíble, y de allí salió trepando por los cabos del paracaídas para dirigirse luego al lugar de reunión, como si nada le hubiera sucedido.
El enemigo más siniestro en esos primeros minutos del Día D no era el hombre, sino lo que el hombre había hecho con la Naturaleza. En la zona británica, en la punta oriental del campo de batalla de Normandía, las precauciones tomadas por Rommel contra los paracaidistas surtían su efecto: había hecho inundar el valle del Dive y las lagunas y pantanos que allí se formaron se convirtieron en constantes amenazas de muerte. El número de victimas que se tragaron aquellas charcas nunca se sabrá. Cuentan los supervivientes que las ciénagas estaban cruzadas por un laberinto de zanjas de dos metros de profundidad y 1,20 de ancho, cuyo fondo era un atolladero de cieno. Quien caía en una de esas zanjas, con el impedimento del fusil y el pesado equipo, era hombre perdido. Muchos se ahogaron teniendo la tierra seca a pocos metros de distancia.
Desde el fortín de observación alemán que dominaba la playa ”Omaha”, el mayor Werner Pluskat alcanzaba a oír el creciente rugido de incontables aviones hacia su izquierda. Instintivamente escudriñó de nuevo el horizonte con su catalejo. La bahía estaba desierta.
En Ste.-Mère-Eglise, a la izquierda de Pluskat, el ruido del bombardeo se percibía muy de cerca. Alexandre Renaud, alcalde y boticario del pueblo, sintiendo que la tierra se estremecía bajo sus pies, resolvió llevar a su mujer y a sus tres hijitos a su improvisado refugio antiaéreo, un pasadizo protegido por gruesas vigas que había construído al lado de la sala de su casa. Eran las 12,10 de la madrugada. Recuerda la hora exacta porque en ese momento oyó que llamaban a la puerta con recios golpes y con gran insistencia. Aun antes de abrir se dió cuenta de lo que pasaba: se estaba quemando la casa del Hairon, del otro lado de la plazuela.
El jefe de los bomberos, cubierto con flamante casco metálico, que venía a buscarlo, le dijo:
—Creo que fué alcanzada por una bomba incendiaria perdida. ¿No podría usted hablar con el comandante para que permita salir a la gente? Necesitamos que nos ayuden con cubos de agua.
El alcalde corrió al puesto de mando alemán, que quedaba cerca, y obtuvo el permiso. En seguida salió en compañía de otros a despertar a los vecinos, y en poco tiempo se reunieron más de cien hombres y mujeres que, en dos filas, pasaban cubos de mano en mano. Los custodiaban 30 soldados alemanes armados de fusiles y Schmeissers.
Recuerda Renaud que, en medio de la confusión, se oyó el zumbar de los aviones que venían directamente hacia Ste.-Mère-Eglise y que iban siendo recibidos por el fuego de las baterías antiaéreas a medida que se aproximaban. En la plazuela todo el mundo miraba hacia arriba, todos aturdidos, olvidados de apagar el incendio. En ese momento tronaron los cañones alemanes de la población y todo un infierno se movió sobre sus cabezas. Pasaban las escuadrillas a través de una barrera de fuego cruzado; los aviones iban con las luces encendidas y volaban tan bajo que las gentes se agachaban instintivamente. Dice Renaud que proyectaban sus grandes sombras móviles sobre el piso de la plazuela y que el interior de sus cabinas parecía arder con luces rojas.
Pasaban en formación, oleada tras oleada: era la vanguardia de la mayor invasión aérea jamás intentada... 882 aviones que transportaban 13.000 hombres de las divisiones aéreas norteamericanas 101 y 82, con destino a seis zonas de descenso situadas a unos cuantos kilómetros de Ste.-Mère-Eglise.
Los paracaidistas saltaban de sus naves, uno tras otro. El teniente Charles Santarsiero, que estaba de pie junto a la portezuela del avión que lo conducía cuando pasó sobre la población, recuerda: ”Cruzamos a unos 120 metros de altura: alcancé a ver un incendio y soldados alemanes que corrían de aquí para allá. Aquello parecía un infierno; nuestros paracaidistas descendían en medio del fuego graneado que nos hacían desde tierra con la artillería y con toda clase de armas de mano”.
Atrapadas en medio de la carnicería que las rodeaba, las gentes de la plazuela ya no prestaban atención a la gran flota aérea que seguía rugiendo incesantemente sobre sus cabezas. Entretanto, millares de paracaidistas se arrojaban sobre las zonas de descenso al norte de la población y entre Ste.-Mère-Eglise y la playa ”Utah”: de ellos dependía el éxito o el fracaso del ataque en ese sector.
Lucharon los norteamericanos contra la adversidad de las circunstancias. Sus dos divisiones se habían desparramado peligrosamene. Sólo un regimiento, el 505, aterrizó con toda precisión. Habían perdido el 60 por 100 del equipo, incluso la mayoría de las radios, los morteros, las municiones. Peor aún: muchos soldados se habían perdido. Los aviones cruzaron la península que apunta hacia el Norte, volando de Occidente a Oriente en 12 minutos. De los centenares de hombres que saltaron antes de tiempo, muchos perecieron ahogados en los traicioneros pantanos, arrastrados por el peso del equipo, algunos en 60 centímetros de agua. Otros, que saltaron demasiado tarde, cayeron al mar.
El cabo Luis Merlano aterrizó sobre una playa arenosa al fren de un letrero que decía: Achtung minen! (¡Cuidado con las minas!) Había sido el segundo de su avión en saltar. Mientras yacía un momento en la arena tratando de tomar aliento, oyó gritos en la distancia... Los daban 11 soldados que se ahogaban en las aguas del Canal. Habían sido los últimos en saltar.
Merlano salió rápidamente de la playa sin hacer caso de las minas, trepó sobre una cerca de alambre y corrió hacia los setos; pero no paró allí, siguió corriendo, y al escalar una muralla de piedra vió el seto que acababa de dejar barrido por un lanzallamas, y en medio del incendio la silueta de un compañero cuyos gritos angustiosos alcanzó a oír.
En la oscuridad, los norteamericanos se iban reuniendo en distintos sitios, atraídos por el castañeteo de las chicharras de lata que llevaban consigo. (Gracias a estos juguetes saldrían de allí con vida). Un chasquido debía ser contestado con dos, y dos con uno. Al oír estas señales, los soldados iban saliendo de sus escondrijos para encontrarse con sus compañeros.
No obstante, aquella noche ocurrieron en Normandía muchos encuentros inesperados entre paracaidistas aliados y soldados alemanes. A cinco kilómetros de Ste.-Mère-Eglise, el teniente John Walas casi se fué de bruces sobre un centinela que guardaba un nido de ametralladoras. Durante un momento terrible los dos hombres se miraron. El alemán disparó a quemarropa. La bala dió en el cerrojo del fusil, que Walas llevaba pegado al cuerpo, le rozó la mano y rebotó. Ambos volvieron la cara y huyeron.
El mayor Lawrence Legere salió de apuros hablando. Iba al frente de un pequeño grupo en busca del punto de reunión cuando le dieron el alto en alemán. Legere no sabía ese idioma, pero en cambio hablaba y bien francés, y aprovechando la oscuridad se fingió campesino que regresaba a su casa después de una cita con la novia, Mientras explicaba todo esto acariciaba una granada de mano. Todavía seguía hablando cuando tiró del pasador, arrojó la granada y mató tres alemanes.
Aquellos primeros momentos fueron de confusión para todos, especialmente para los generales que se encontraron sin Estado Mayor, sin comunicaciones y sin tropas. El general Taylor se vió rodeado de varios oficiales, pero con sólo tres soldados. ”Jamás tan pocos han sido mandados por tantos”, les dijo.
Así comenzaron las cosas. Los primeros invasores del Día D (cerca de 18.000 hombres entre norteamericanos, ingleses y canadienses) flanqueaban el campo de batalla de Normandía. En el centro se hallaban las cinco playas de invasión, y frente a ellas, a 20 kilómetros de distancia tras la línea del horizonte, avanzaba progresivamente la primera escuadra de una poderosa Armada compuesta de más de 5.000 barcos, incluyendo los buques de desembarco.
Con todo, los alemanes seguían ciegos. Había muchas razones para ello: el mal tiempo; la falta de tropas de reconocimiento (los pocos aviones que despacharon a reconocer los embarcaderos ingleses habían sido derribados); su firme convicción de que la invasión, en caso de haberla, se efectuaría por el paso de Calais, el puerto francés más próximo a la Gran Bretaña. Hasta sus estaciones de radar les fallaron aquella noche, pues los aviones aliados habían logrado trastornarlas arrojando sobre sus antenas una lluvia de tiras de papel de estaño. Solamente una estación dió un informe aquel día, y decía así: ”Tráfico normal en el Canal”.
Más de dos horas habían transcurrido desde que aterrizaron los primeros paracaidistas y apenas comenzaban a darse cuenta los jefes de que algo extraño estaba pasando: empezaban a recibir los primeros informes dispersos.
El general Erich Marcks, jefe del Cuerpo 84, se hallaba aún festejando su cumpleaños cuando sonó el teléfono. El mayor Friedrich Hayn, oficial del servicio de información, recuerda que el general tomó el auricular y que todos los músculos del cuerpo parecían contraérsele mientras escuchaba. Le hablaba el general Wilhelm Richter, jefe de la División 716 que guarnecía la costa al Norte de Caen.
—Han aterrizado paracaidistas al Este del Orne...el punto preciso parece quedar entre Bréville y Ranville...
Este fué el primer informe oficial llegado a uno de los cuarteles generales alemanes. Eran las 2,11 a.m.
Marcks telefoneó inmediatamente al general de brigada Max Pemsel, jefe de estado mayor del Séptimo Ejército, quien a su vez despertó al comandante en jefe de esta unidad, general Friedich Dollmann.
—Mi general —le dijo—: me parece que ha llegado el momento de la invasión. ¿Quisiera usted venir en seguida?
Mientras Pemsel aguardaba la llegada de Dollmann, el Cuerpo 84 informó de nuevo: ”Paracaidistas descienden cerca de Montebourg y Marcouf... las tropas traban combate”. Pemsel alertó entonces al general de división Dr. Hans Speidel, jefe de estado mayor del mariscal Rommel, comandante en jefe del Grupo B del ejército, la fuerza más poderosa del occidente alemán. Rommel estaba entonces de vacaciones en Alemania.
A eso de las 2,30 a.m. el general Josef Reichert, de la División 711, avisó al cuartel general del Décimoquinto Ejército —segunda unidad del Grupo B de Rommel— que los paracaidistas aterrizaban en Cabourg. El general Hans von Salmuth, jefe del Décimoquinto, quiso hablar con Reichert para obtener informes directos, e hizo que lo comunicaran de nuevo con él.
—¿Qué diablos es lo que está pasando allá? —le preguntó cuando pasó al teléfono.
—Mi general, si usted me lo permite, yo le haré oir lo que pasa.
Hubo una pausa y en seguida von Salmuth oyó claramente a traves del teléfono el tableteo de las ametralladoras.
—Muchas gracias dijo, y colgó el auricular. Y sin perder un segundo llamó él también al Grupo B.
Transcurrieron minutos de extraña confusión en el cuartel general de Rommel. Llegaban y se amontonaban los informes venidos de todas partes, algunos inexactos, otros incomprensibles, otros contradictorios. Los cuarteles de la Luftwaffe en París anunciaban que ”de 50 a 60 aviones bimotores volaban sobre la Península de Cherburgo y que habían aterrizado paracaidistas cerca de Caen”. El Marinegruppen-komando Oeste, sede del almirante Theodor Krancke, confirmaba los aterrizajes de paracaidistas británicos y añadía que parte de estos paracaidistas eran muñecos de paja”. Minutos después de su primer comunicado, la Luftwaffe volvió a anunciar la presencia de paracaidistas cerca de Bayeux. En realidad, ninguno había aterrizado alla. Otros informes aseguraban que las tropas de invasión aérea no eran más que ”maniquíes disfrazados de paracaidistas”.
Esta observación era acertada en parte, porque al Sur de la zona de invasión de Normandía, los aliados habían lanzado en paracaidas centenares de muñecos de goma que llevaban atadas ristras de petardos triquitraques que estallaban apenas tocaban el suelo, dando la impresión de una escaramuza con armas de mano. Unos cuantos de estos peleles iban a producir un gran efecto en el curso de la batalla de Omaha Beach que se desarrollaría más tarde. Harían creer al general Marcks que lo atacaban por la retaguardia y lo obligarían a enviar parte de las tropas que le hacían falta en el frente a repeler el fingido ataque por el Sur.
En el cuartel general de Rommel la gente se devanaba los sesos por entender qué significaba ese sarpullido de puntitos rojos que iba brotando en sus mapas. Si en verdad se trataba de una invasion ¿se dirigía contra Normandía? ¿No serían esos ataques simples amagos para distraer la atención del sitio en que realmente iba a efectuarse?
Al fin de mucho cavilar, los oficiales alemanes llegaron a conclusiones que, en vista de lo que estaba realmente ocurriendo, parecen increíbles. Por ejemplo, cuando el mavor Doertenbach, oficial encargado de la oficina de contraespionaje del OB Oeste (cuartel general de von Rundstedt) pidió informes al Grupo B, le respondieron que ”el jefe de estado mayor contemplaba la situación con serenidad” y que ”era posible que los paracaidistas fuesen tripulaciones de bombarderos obligadas a abandonar sus naves”.
En el Séptimo Ejército no se pensaba lo mismo, A las 3 a.m, Pensel llamó a Speidel para comunicarle que la estación naval de Cherburgo descubría la presencia de barcos en el Canal con sus aparatos de dirección de sonido. Speidel respondió: ”El asunto tiene hasta el momento un carácter local y por ahora no debe considerarse como una operación en grande escala”.
Ouizás los más desconcertados de todos en Normandía aquella noche eran los 16.200 veteranos de la formidable División Panzer 21, que una vez formó parte del famoso Afrika Korps de Rommel. Embarazándolo todo, aldeas, villorios y bosques, en un sector distante apenas 40 kilómetros al Sudeste de Caen, que era uno de los principales objetivos de los bombarderos ingleses, esos hombres se encontraban casi al borde del campo de batalla. Desde la alarma antiaérea, habían estado alerta al pie de sus tanques y sus otros vehículos, con los motores en marcha, esperando la orden de avanzar. Pero después de la primera alarma no habían sabido más, y continuaban esperando llenos de rabia e impaciencia.
Por entonces ya habían llegado los primeros refuerzos de las tropas de invasión. En el sector inglés aterrizaron 69 planeadores, 49 de ellos en la pista adecuada cerca de Ranville. Del otro lado del campo de batalla de Normandía, a seis kilómetros de Ste.-Mère-Eglise, iban entrando los primeros trenes de plancadores norteamericanos, balanceándose de uno a otro lado entre un fuego antiaéreo ”tan nutrido que se hubiera podido aterrizar sobre él”. Sentado en el asiento del copiloto del planeador delantero iba el subjefe de la División 101, general de brigada Don Pratt, ”tan contento como un chico de escuela” de hacer su primer vuelo en planeador. Detrás volaba una procesión de 52 más, formados de cuatro en fondo y remolcados cada uno por un Dakota. El tren llevaba jeeps, cañones antitanques y una unidad médica completa, hasta una pequeña excavadora.
El técnico de cirugía Emile Natalle iba sentado en un jeep en el planeador que seguía al de Pratt. Este aparato se pasó de la zona de aterrizaje y fué a estrellarse en un campo erizado de ”espárragos de Rommel” (gruesos postes clavados en el suelo como obstáculos contra planeadores). Desde su asiento, Natalle miró hacia afuera por una de las ventanillas y contempló horrorizado cómo se desprendían las alas al tropezar contra los postes y cómo pasaban éstos silbando. Luego oyó algo así como un desgarrón y el planeador se partió en dos... exactamente por detrás del jeep en que iba Natalle. ”Me resultó muy fácil la salida”, recuerda.
A corta distancia quedaron los despojos del planeador estrellado contra un seto. Natalle encontró al piloto con las dos piernas fracturadas. El general Pratt había muerto instantáneamente apretujado en la cabina hecha añicos. Fué una de las pocas bajas sufridas en los aterrizajes de la División 101 y el primer general que perdió la vida el Día D.
Ya se acercaba la aurora, el amanecer que habían estado preparando 18.000 paracaidistas. En menos de cinco horas lograron quizá mis de lo que el general Eisenhower y la plana mayor esperaban: los ejércitos transportados por aire habían desconcertado al enemigo, trastornado sus comunicaciones y ocupaban los flancos de la zona de invasión de Normandía, bloqueando en gran parte los refuerzos que pudieran llegarle.
En la zona británica, las tropas transportadas en planeadores tenían en su poder los puentes vitales sobre el Orne que habían capturado en un atrevido ataque después de la medianoche, y los paracaidistas tomaban posiciones en las alturas que dominan a Caen. Al amanecer serían demolidos los cinco pasos sobre el Dives que aún estaban en poder de los alemanes. Así cumplían los ingleses las más importantes de sus misiones y, mientras pudieran sostener el bloqueo de las vías de comunicación, retardarían los contraataques alemanes o los rechazarían por completo.
Al otro lado, los norteamericanos, a pesar de las mayores dificultades del terreno y de la diversidad de misiones que tenían que cumplir, alcanzaban un éxito semejante. Las tropas aéreas de los aliados habían invadido, pues, el Continente desde el aire y lograban establecer una posición inicial. Ahora aguardaban la llegada de los barcos para emprender con las fuerzas que venían en ellos la acometida conjunta contra la Europa de Hitler.
Todos aguardaban este amanecer, pero nadie tan ansiosamente como los alemanes, porque ya había comenzado a matizarse el tumulto de mensajes que llegaba a los cuarteles generales de Rommel y Rundstedt con un colorido nuevo y tenebroso. A todo lo largo de la costa de invasión, las estaciones navales del almirante Krancke descubrian ruidos de barcos: no uno, o dos, como antes, sino centenares. Por más de una hora, sus comunicados seguían llegando, siempre en aumento. Por fin, poco antes de las 5 de la mañana, el incansable general Pemsel llamó al general Speidel y le dijo lisa y llanamente:
—Los barcos convergen entre las desembocaduras del Vire y del Orne. El desembarco del enemigo y el ataque en grande escala contra Normandía son inminentes.
El mariscal de campo Gerd von Rundstedt, en su cuartel general del OB Oeste en las afueras de París, había llegado a una onclusión análoga. Aunque le parecía que el inminente asalto a Normandía era un ”ataque para desviar la atención” del verdadero punto de invasión, había tomado ya rápidas medidas. Ordenó a las pesadas divisiones mecanizadas —la Duodécima SS. y la Panzer Lehr, que estaban en la reserva fuera de París— aprestarse y salir a toda prisa para la costa. Técnicamente, estas dos divisiones no podían comprometerse sin permiso especial de Hitler; pero von Rundstedt resolvió correr el albur; no creía que Hitler diese contraorden, e hizo la solicitud oficial para mover las reservas.
En el cuartel general del Führer situado en Berchtesgaden, en ese clima increíblemente suave del Sur de Baviera, el aviso llegó al despacho del general Alfred Jodl, jefe de operaciones. El general dormía y sus ayudantes no creyeron que la situación fuera tan grave como para turbar su sueño; podrían aguardar un poco. A cinco kilómetros de allí, en ”su nido de águilas” de Obersalzberg, dormían también el Führer y su amante, Eva Braun. Hitler se había retirado, como de costumbre, a las 4 de la noche, después de tomar un sedante que le diera su médico, el Dr. Morell, pues ya no podía conciliar el sueño sin apelar a los narcóticos. A las 5 despertó su ayudante naval, almirante Karl Jesko von Puttkamer: lo llamaban del cuartel general de Jodl. la persona que le habló por teléfono —no recuerda exactamente quién— le dijo que habían ocurrido ”cierta clase de desembarcos en Francia”. Hasta entonces nada se sabía con precisión. ”Las primeras noticias son sumamente vagas”, agregó el informante. ¿Sería el caso de avisar al Führer? Después de discutirlo, los oficiales resolvieron no despertarlo. Puttkamer recuerda que ”en realidad no había mucho sobre qué informarlo y, por otra parte, temíamos que al despertarlo a tales horas, Hitler diera rienda suelta a uno de esos interminables accesos nerviosos que con frecuencia le hacían tomar resoluciones descabelladas”. Decidió, pues, aguardar a que amaneciera para darle la noticia.
En Francia, los generales del OB Oeste y del Grupo B aguardaban. Ya habían dado la alarma a sus tropas y ordenado el avance de las reservas mecanizadas: lo que siguiera de ahí dependía de los aliados. Nadie podía calcular la magnitud del ataque que se avecinaba. Nadie sabía, ni hubiera podido conjeturar siquiera, de qué tamaño era la fuerza aliada. Y, aunque todo parecía apuntar hacia Normandía, nadie estaba seguro del sitio en que ocurriría el ataque principal. Los generales alemanes habían hecho todo cuanto estaba en sus manos; el resto dependía del valor de los soldados de la Wehrmacht que defendían las fortificaciones del litoral, y estos miraban al mar desde sus atalayas, no sabiendo si la alarma obedecía a una invasión efectiva o a un simple ejercicio de entrenamiento.
El mayor Werner Pluskat en su fortín que dominaba la playa Omaha no había vuelto a recibir noticias de sus superiores desde la una de la noche. El hecho mismo de que el teléfono permaneciera mudo toda la noche le parecía una buena noticia... Ese silencio quería decir, sin duda, que no pasaba nada grave. Pero... ¿qué decir entonces de los paracaidistas y de las escuadrillas aéreas? Volvió a escudriñar el horizonte: todo estaba en calma. A su espalda, los oiciales Wilkening y Theen hablaban en voz baja. El mayor tomó parte en la conversación:
—Nada. No se ve nada —les dijo—. Es inútil insistir.
Pero, resolvió hacer otra inspección de rutina. Con ademán de fastidio enfocó el anteojo hacia la izquierda y poco a poco fué recortiendo con la vista la línea del horizonte. Al llegar al centro de la bahía, paró bruscamente como petrificado.
A través de la neblina que se dispersaba alcanzó a ver que, del confín donde se juntan el cielo y el agua, surgían como por encanto infinidad de barcos: barcos de todos los tipos y tamaños imaginables, barcos que maniobraban tranquilamente, hacia adelante y hacia atras, como si hubiesen estado allí horas enteras. Eran millares, era una armada fantasma que brotaba como al conjuro de un encancamiento. Pluskat la miraba no queriendo dar crédito a sus ojos. Se quedó mudo, frío, consternado como nunca lo estuvo en su vida. En aquel momento el mundo del buen soldado Pluskat se abría a sus pies. Dice que desde entonces se dió cuenta, con toda calma y seguridad, que ”había llegado el fin de Alemania”.
Se volvió a sus oficiales y con extraña indiferencia les dijo:
—Es la invasión. Vedla vosotros mismos.
En seguida tomó el teléfono y llamó al mayor Block en el cuartel general de la División 352.
Oye, Block, vienen por lo menos 10.000 barcos.
Lo decía a sabiendas de que nadie daría crédito a sus palabras.
—No exageres, Pluskat —le respondió Block—. Ni los norteamericanos ni los ingleses juntos tienen tantos barcos. ¡Nadie tiene tantos!
—Si no me crees, ven aquí y míralos con tus propios ojos. ¡Esto es fantástico! ¡Es increíble!
Hubo una corta pausa y Block preguntó:
—¿Hacia dónde se dirigen los buques?
—¡Vienen derecho... hacia mí! —le respondió Pluskat con el teléfono en la mano mientras seguia mirando por la tronera del fortín la inmensa Armada.
Nunca se vió otro amanecer comno aquel. Alumbrada por las primeras luces del día se presentaba, ante las cinco playas de invasión de Normandía, la Flota Aliada en toda su imponente grandeza. La mar estaba colmada de embarcaciones. Las banderolas de guerra gualdrapeaban al viento de uno a otro confín, desde la zona Utah, en la Península de Cherburgo, hasta la playa Sword, cerca de la desembocadura del Orne. Destacaban su silueta contra el cielo los grandes acorazados, los amenazantes cruceros, los ágiles destructores. Detrás de ellos Se agazapaban los chatos barcos de mando erizados con una selva de antenas y, más atrás, venían los convoyes de transporte llenos de tropas y los buques y gabarras de desembarco flotando perezosamente con las bordas apenas fuera del agua. Rodeando los transportes delanteros y én espera de la señal de hacer rumbo a las playas, flotaban enjambres de botes repletos de soldados: los que formarían las primeras oleadas de asalto.
Toda la enorme masa de embarcaciones parecía un hervidero de actividad. Chirriaban los cabrestantes cuando los botalones izaban los vehículos anfibios para lanzarlos al agua; rechinaban las cadenas de los pescantes al levantar en vilo los botes de asalto y, en medio de toda esa agitación, sonaban los altavoces repitiendo exhortaciones a los soldados: ”Luchar, ante todo, por desembarcar las tropas... luchar por salvar las embarcaciones... y si aún os quedan fuerzas, luchar por salvaros vosotros mismos. ¡Acordaos de Dunquerque! ¡Acordaos de Coventry! ¡Que Dios os bendiga! Nous mourrons sur la sable de notre France chérie, mais nous ne retournerons pas. ¡Llegó la hora, muchachos! Sólo tenéis pasaje de ida y aquí termina el viaje. División 29: Vamos!” En seguida se oyeron las palabras que mejor recuerdan todos: ”¡Al agua los botes!” y ”Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea el tu nombre...”
Por momentos crecía el número de botes de asalto repletos de tropa que se arremolinaban alrededor de los barcos transportes. Empapados, mareados, en estado lastimoso, se amontonaban en ellos los soldados que abrirían el camino de penetración en Normandía. El transbordo a los botes con la mar tan picada constituía una maniobra compleja y peligrosa. Los soldados iban tan cargados de equipo que casi no podían moverse. Cada uno llevaba salvavidas neumático, armas, morral, herramientas para abrir trincheras, máscaras contra gases, botiquín de primeros auxilios, cantimplora, cuchillo, raciones, explosivos, granadas de mano y municiones... hasta 250 cartuchos. Además, muchos cargaban con equipo especial para la tarea que se les hubiese encomendado. Algunos soldados calcularon su peso total en no menos de 140 kilos.
Al pasar a los botes, los veteranos hacían a los novicios las últimas recomendaciones. A bordo del transporte británico ”Empire Anvil”, el cabo Michael Kurtz, de la primera División, congregaba a sus hombres para prevenirles: ”Ninguno debe sacar la cabeza fuera de las bordas... porque apenas nos descubra el enemigo nos hará fuego. Si logramos escapar, muy bien; si no, no hay sitio más digno donde morir. Bien. ¡Vamos!” Mientras Kurtz y sus hombres entraban en el bote, pendiente ya del pescante, oyeron gritos que venían de abajo: otro de los botes se había ido al agua de proa y vaciaba su carga humana en el mar. El de Kurtz bajó sin contratiempo.
El plan de desembarco obedecía a un horario minuciosamente elaborado; estaba tan cuidadosamente regulado que el equipo pesado como la artillería, deberia legar a Omaha Beach 90 minutos después de la hora fijada para el ataque; hasta las grúas, los semitractotes oruga y otros vehículos mayores tenían su hora fija de llegada: las 10,30 de la mañana. Era un itinerario tan prolijo y complicado que parecía imposible de cumplir; es probable que los mismos prepararon lo creyeran así.
La primera oleada de asaltantes no distinguia aún las brumosas playas de Normandía; se hallaba como a 15 kilómetros de distancia. Algunos barcos de guerra habían comenzado a cambiar cañonazos con las baterías de la costa; mas la acción era todavia remota e impersonal: nadie disparaba directamente contra los botes. El mareo seguía siendo el mayor enemigo de los asaltantes.
A bordo de la capitana, ”Augusta”, frente a las playas asignadas a los norteamericanos, el teniente general Omar Bradley se tapaba los oídos con algodones y luego enfocaba sus binóculos sobre las naves de desembarco que navegaban a toda máquina hacia las playas: sus tropas (el Primer Regimiento) avanzaban. Bradley se hallaba sumamente preocupado. Unas pocas horas antes se había enterado de que elementos de una esforzada división alemana, la 352, fogueada en el combare, había ocupado posiciones en la playa Omaha. Este dato había llegado demasiado tarde para poner sobre aviso a las tropas de asalto. El bombardeo naval con el cual pensaba allanarles el camino estaba a punto de empezar. Como a seis kilómetros de la playa Omaha, a bordo del destructor ”Carmick”, el comodoro Robert Beer se acercó al micrófono de intercomunicaciones del barco y dijo: ”La fiesta va a empezar, muchachos. ¡Todo el mundo a sacar pareja y... a bailar!”
Eran las 5,50. Hacía más de veinte minutos que la escuadra inglesa cañoneaba las playas que le correspondían. Entonces comenzaba el bombardeo en el sector norteamericano. Estalló como un volcán toda la zona de invasión; el estampido de la artillería de los grandes buques de guerra que batía sin descanso los blancos previamente seleccionados atronaba toda la costa de Normandía. El cielo gris se iluminaba con los rojos destellos que vomitaban las bocas de fuego y, a lo largo de las playas, comenzaron a verse columnas de humo negro que subían formando espesa nube.
Al frente de Omaha, los grandes acorazados ”Texas” "y ”Arkansas”, armados con un total de diez cañones de 356 milímetros, doce de 305 y doce de 127, descargaron 600 proyectiles sobre la batería alemana emplazada en lo más alto de Pointe du Hoc, con el objeto de despejar el camino a los Rangers (tropas de asalto) que trataban de escalar unos farallones de 30 metros de altura. Frente a ”Sword”, ”Juno” y ”Gold”, los buques de guerra británicos ”Warspite” y ”Ramillies” lanzaban toneladas de acero por sus bocas de fuego de 380 milímetros contra las poderosas baterías que los alemanes tenían en El Havre y y en los contornos de la desembocadura del Orne. Los cruceros y los destructores maniobraban y disparaban sus andanadas contra los fortines de ametralladoras, las casamatas de hormigón y los reductos. Con una precisión increíble, el certero tirador ”Ajax” desmanteló una batería de cuatro cañones de 152 mm. desde una distancia de 9,5 kilómetros.
Un ruido nuevo vibró entonces sobre la armada. Sordo al principio como el zumbido de una abeja gigantesca, fué creciendo hasta llegar a un estridor furioso: aparecieron los bombarderos y los aviones de combate. Pasaban en línea recta sobre la flota, tocándose casi las puntas de las alas, en formación correcta, una escuadrilla tras otra... ¡Once mil aviones! Los Spitfires, Thunderbolts y Mustangs silbaban sobre las cabezas de los soldados que iban en los botes de asalto y, con aparente desprecio de la granizada de proyectiles que disparaba la escuadra, ametrallaron las playas, se elevaron de pronto, dieron una vuelta y volvieron al ataque. Por encima de ellos se cruzaban los bombarderos medianos B-26 de la Novena Fuerza Aérea y, más arriba, ocultos entre las nubes, volaban los bombarderos pesados de la RAF (Lancasters ingleses) y los Fortresses y Liberators de la Octava Fuerza Norteamericana. Parecía que el cielo no pudiera con todos. Los soldados miraban hacia arriba con los ojos húmedos y los rostros contraídos, con una emoción casi intolerable. Las cosas saldrían bien, pensaban; ahí estaba su cubierta aérea, la aviación acosaría al enemigo, destruiría sus cañones y sembraría las playas de cráteres donde ellos pudieran atrincherarse. Pero no distinguiendo sus objetivos a través las espesas nubes y no queriendo exponerse a bombardear sus propias tropas, los 329 bombarderos destinados al sector Omaha, arrojaron sus bombas tierra adentro, como a cinco kilómetros de distancia de las formidables defensas de la playa Omaha.
Parapetado en su fortín que dominaba la playa, el mayor Werner Pluskat se preguntaba cuánto tiempo podría sostener aquella posición. Otro proyectil dió en el testero de la roca, precisamente en la base de su oculta atalaya. La sacudida le hizo dar una vuelta sobre si mismo y cayó de espaldas entre una nube de polvo y briznas de hormigon que no lo dejaba ver a sus compañeros, aunque podía oír sus voces. Las balas continuaban rebotando contra la peña y él seguía tan aturdido por la concusión que no podía hablar.
Repiqueteaba el teléfono. Llamaban del cuartel general de la División 352.
—¿Cómo va la cosa por allá?
—Nos están cañoneando —dijo Pluskat muy intensamente.
En ese momento alcanzó a oír estallido de bombas a bastante distancia tierra adentro. Otra andanada alcanzó la cima del peñasco desprendiendo un alud de tierra y pedruscos que penetró por las troneras del fortín. Siguió un momento de calma que aprovechó Pluskat para telefonear a sus baterías. Se enteró con sorpresa de que sus 20 cañones —todos Krupps, nuevecitos— estaban intactos. Era un milagro que esas piezas emplazadas a sólo 800 metros de la costa se hubiesen salvado; ni siquiera había habido bajas entre sus dotaciones.
Se acercó a una de las troneras y miró hacia fuera. Le pareció que había muchos más botes de asalto de los que viera al principio. y estaban más cerca. No tardarían en ponerse a tiro. Llamó al teniente coronel Ocker al puesto de mando de su regimiento.
—Todos mis cañones están sin novedad -le informó.
—Magnífico. Ahora vuelva inmediatamente a su puesto de mando.
Pluskat llamó a sus artilleros para avisarles que se marchaba y advertirles que no debían disparar antes que el enemigo legara al borde del agua. Las naves de desembarco de la Primera División norteamericana no tenían mucho que andar para llegar a sus correspondientes zonas en Omaha Beach. Tras los riscos que dominaban esos sectores de playa, bautizados con los nombres de Easy Red, Fox Green y Fox Red, los artilleros de las cuatro baterías de Pluskat esperaban que se acercaran un poco más.
Faltaban solamente quince minutos para la hora del ataque señalada a la primera oleada de tropas norteamericanas, sus esquifes se hallaban a cosa de un kilómetro de las playas Utah y Omaha; tenían sobre sus cabezas la gran sombrilla de acero que formaban los proyectiles que seguían disparando los barcos de guerra, y de la costa les llegaba ruido de las explosiones del bombardeo de la fuerza aérea aliada. Era extraño que los cañones alemanes de la Muralla del Atlántico permanecieran silenciosos. Las tropas contemplaban la línea costera que se alargaba al frente y no acertaban a explicarse por qué razón el enemigo no les hacía fuego. Quizás, después de todo, el desembarco iba a ser más fácil de lo que se habían figurado, pensaban algunos.
Las olas reventaban contra las rampas planas de los lanchones de ataque cubriéndolo todo con una llovizna helada, verde y espumosa. Aún no había héroes en esos botes; no iban allí más que unos pobres hombres, apretujados, muertos de frío y de ansiedad.
Algunos no tenían tiempo siquiera para pensar en su triste situación; achicaban y achicaban para no zozobrar. Muchos botes habían comenzado a hacer agua. Al principio las tripulaciones no le dieron importancia a la charca en que chapoteban. El subteniente Kerchner, de los Rangers, viendo que el agua subía y subía en su embarcación, temió que la cosa fuera seria. A él le habían asegurado que las lanchas LCA eran insumergibles. Pero al cabo de un momento oyó por la radio que alguien pedía auxilio. ”¡Aquí la LCA 860! ¡LCA 860! ¡Socorro! ¡Nos estamos hundiendo! ¡Dios mío! Nos hundimos!” Inmediatamente Kerchner y sus hombres tomaron los cubos y se dedicaron a achicar.
Varias lanchas de desembarco zozobraron frente a las playas Omaha y Utah; parte de sus tripulaciones fueron recogidas por otros botes, pero muchos soldados flotaron en el mar durante varias horas y otros cuyos gritos no fueron oídos, se fueron al fondo arrastrados por el peso del equipo y las municiones: se ahogaron a la vista de las playas, sin haber disparado un solo tiro. La música marcial y mortifera de los bombardeos parecía crecer y agigantarse cuando las lanchas de desembarco se acercaron rodeando la playa Omaha. Los grandes transportes, detenidos a un kilómetro de la costa, disparaban también sus piezas de artillería; millares de cohetes luminosos llenaron el espacio. No era concebible que nada quedara con vida bajo el fuego nutrido con que castigaban las defensas alemanas. El humo de los incendios de los matorrales bajaba rastreando lentamente hacia el borde del agua envolviéndolo todo en espesa bruma. Aún permanecían silenciosos los cañones alemanes. Los botes avanzaban inexorablemente; sus tripulaciones veían ya entre el oleaje aquella mortífera maraña de obstáculos de acero y cemento que cubría la playa, entrelazados con alambre de púas y tachonados de minas. Detrás de esas defensas, la playa propiamente dicha estaba desierta, nada ni nadie se movía en ella.
Poco a poco iban acortando la distancia.. 450 metros... 400 metros... y el enemigo no les hacía fuego. Luchaban contra la marejada de un metro a metro y medio de altura cuando comenzó a disminuir la intensidad del bombardeo; la artillería naval cambiaba los objetivos por otros más distantes tierra adentro. Cuando los primeros botes se encontraban a 350 metros de la costa, abrieron fuego los cañones alemanes... esos mismos cañones que nadie hubiera creído posible sobrevivieran a semejante castigo desde aire y tierra.
En medio del estrépito se percibía un ruido más cercano, más funesto que todos los demás: el tamborileo de las balas de las ametralladoras sobre la proa metálica de los botes. Tronaron los cañones; llovieron las bombas disparadas por los morteros y a todo lo largo de los seis kilómetros de Omaha Beach la artillería alemana se ensañó contra los botes de asalto. Había llegado la Hora H.
El fuego más intenso que llovía sobre Omaha procedía de los reductos alemanes situados en los dos extremos de la playa en forma de media luna; lo dirigían contra la División 29 que atacaba a Dog Green en el Oeste, y la Primera División que trataba de apoderarse del Sector de Fox Green, en el Este. Allí había concentrado el enemigo sus mas potentes defensas con el objeto de cerrar las dos salidas más importantes que van de la playa a Vierville y a Coleville. En todas partes eran recibidos los invasores con intenso fuego de artillería, pero las tropas que desembarcaron en Dog Green y en Fox Green fueron completamente barridas. Los artilleros alemanes, desde sus ventajosas posiciones de los acantilados, cañoneaban a mansalva y sobre seguro las embarcaciones que se movían torpe y tardíamente hacia esos sectores. Algunos botes desviaron el rumbo en busca de otro desembarcadero menos defendido; los que se empeñaron en llegar a los sectores que les habían asignado eran castigados en tal forma por la artillería que los tripulantes se arrojaban al mar donde los acribillaban las ametralladoras.
En cuanto se acercaban las lanchas de desembarco las hacían volar. A todo lo largo de Omaha Beach, la caída de las rampas daba la señal para que se intensificara el fuego; el más mortífero ocurría en los sectores de Dog Green y Fox Green. Los hombres caían en la orilla del mar... algunos morían en el acto, otros llamaban a gritos a los del cuerpo de sanidad para que los socorrieran antes de que la marea creciente les alcanzara. En los primeros minutos de la batalla del Día D una compañía entera fue lastimosamente puesta fuera de combate. Menos de la tercera parte logró sobrevivir a la atroz carnicería que hacían las ametralladoras entre las tropas que trataban de ganar la playa. Morían los oficiales o caían gravemente heridos y los soldados sin armas y atolondrados, se agazapaban al pie de las peñas.
La desgracia se cebaba contra los asaltantes de Omaha. Se dieron cuenta de que habían estado desembarcando donde no les correspondía: algunos se hallaban a tres kilómetros del sitio indicado. Las tropas especiales de demolición, de la Armada y el Ejército, que habían de volar los obstáculos de la playa, no sólo andaban dispersas sino que llegaron con varios minutos de retraso. Los ingenieros trabajaban donde podían y como podían, pero en los pocos minutos de que dispusieron antes de la llegada de los sucesivos batallones de invasión, apenas alcanzaron a limnpiar cinco de los 16 caminos señalados en sus planos. Trabajaban con la prisa que da la desesperación y a cada paso se veian estorbados por la infantería que circulaba entre ellos o por soldados que buscaban abrigo detrás de los mismos obstáculos que debian dinamitar, mientras las lanchas, impulsadas por el oleaje, casi los embestían.
Eran las 7 de la mañana. Llegó la segunda oleada de tropas al degolladero en que se había convertido Omaha Beach. Su suerte fue poco más o menos igual a la de los primeros: la gente chapoteaba hacia la orilla bajo el fuego nutrido del enemigo. Sus botes de desembarco venían a aumentar la magnitud de ese cementerio de barcos destruídos que ardían en la playa: cada oleada de barcos entregaba su sangrienta contribución al mar. En su derredor se apilaban los despojos flotantes de la invasión. Por todas partes se veían equipos y provisiones.
Los botes hundidos empinaban sus cascos retorcidos fuera del agua. Tanques incendiados arrojaban espirales de humo negro; excavadoras volcadas yacían junto a los obstáculos. Frente a Easy Red, flotando en compañía de los materiales de guerra, los soldados alcanzaron a ver una guitarra.
En medio del caos, de la confusión y la muerte que reinaba en la playa, desembarcó la tercera oleada de tropas... y se detuvo. Los hombres se tendieron hombro con hombro en la arena y los guijarros; se agazapaban tras los obstáculos, buscaban abrigo detrás de los cadáveres de sus compañeros. Acosados por el fuego enemigo que los aliados no lograban neutralizar, desconcertados por haber desembarcado en sectores que no les correspondía, perplejos por la ausencia de los cráteres que habían debido abrir los aviones de bombardeo para que les sirvieran de trincheras, y horrorizados por la muerte y la destrucción que les rodeaba, los soldados se quedaron como pasmados, no se atrevían a moverse; parecían acometidos de una parálisis extraña.
Abrumados por todo aquello, algunos creyeron que todo estaba irremisiblemente perdido. El sargento-técnico William McClintock, del batallón de tanques 741, encontró a uno sentado al borde del agua sin hacer caso de las ráfagas de ametralladora que silbaban en su derredor. ”Ahí estaba sentado, tirando chinitas al mar y llorando tiernamente como si sintiera una pena profunda”.
Mas aquel atolondramiento no duraría mucho. Ya comenzaban a moverse unos cuantos, aquí y allá, dándose cuenta de que si se quedaban en la playa sería para esperar una muerte segura.
A 16 kilómetros de allí, en Utah Beach, la cosa era distinta: las tropas del general Raymond Barton, de la Cuarta División, desembarcaban en la playa y se internaban rápidamente. Ya llegaba la tercera oleada de invasores y todavía la resistencia del enemigo era muy débil.
Uno de los primeros oficiales que pusieron el pie en Utah fué el general de brigada Teodoro Roosevelt —el único general que desembarcó con la primera oleada de invasores— quien había pedido insistentemente ese destino.
Los tanques anfibios habían contribuído mucho al éxito de las operaciones de desembarco. Solamente Roosevelt y algunos otros jefes se dieron cuenta de la otra razón por la cual sus tropas hallaban tan poca resistencia: por un error feliz habían desembarcado en un lugar que no les correspondía. Confundido por la humareda del bombardeo naval y arrastrado por la corriente, el barco que los guiaba los habia encaminado a un fondeadero situado casi a dos kilómetros al Sur de la playa indicada. En vez de arribar al frente de las salidas 3 y 4 —dos de las cinco calzadas vitales hacia las cuales se dirigían las fuerzas transportadas por aire— se encontraban al frente de la salida número 2.
Roosevelt tendría que tomar una determinación importante: pues, de ahí en adelante seguirían desembarcando oleadas consecutivas de tropas cada pocos minutos: 30.000 hombres y 3.500 vehículos en total. Después vendrían la Novena División y la 90. Debería escoger entre dejar llegar el resto de la gente a esa nueva y relativamente tranquila zona, con una sola calzada de salida, o desviar el desembarco hacia la playa inicialmente elegida, que tenía dos salidas. Si no les fuera posible abrir y sostener aquella salida única, allí quedarían cercados hombres y vehículos, en una confusión de pesadilla. El general conferenció con sus oficiales, y entre todos resolvieron que la Cuarta División, en vez de atacar los objetivos previamente fijados, emprendiera la acometida hacia el interior por la única calzada que tenía el frente y tomara las posiciones alemanas cuando y donde las encontrara.
Todo dependía ahora de moverse con rapidez, antes de que el enemigo se recobrara de la sorpresa de los desembarcos. Las tropas de la Cuarta División comenzaron, pues, a internarse a toda prisa. ”Vamos a empezar la guerra desde aquí”, les dijo Roosevelt.
Entretanto desembarcaban ingleses y canadienses en las playas llamadas ”Sword”, ”Juno” y ”Gold”. En un trecho de 25 kilómetros, desde Ouistreham, en la desembocadura del Orne, hasta la aldea de Le Hamel, en el Oeste, la costa rebosaba de tropas; la orilla se convertía en un vaciadero de chatarra donde los botes de desembarco se iban apilando, uno sobre otro. El desembarco en la playa Sword era trágico, según cuenta el telegrafista John Webber, quien al acercarse a la playa en una LCT que traía comandos de la Marina Real, vió ”botes varados y en llamas, masas de metal retorcidas, tanques y excavadoras incendiados”.
No obstante, en todo respecto, los ingleses y los canadienses habían encontrado allí menos resistencia que los norteamericanos en ”Omaha”. Sus horas de ataque, más retardadas, habían dado tiempo a la escuadra inglesa para batir con más eficacia las defensas de la costa y sus tropas se iban internando a medida que desembarcaban. Desde las playas ”Gold”, ”Juno” y ”Sword” penetraron en incesante ola. Fueron los que más avanzaron en el Día D, pero no lograron apoderarse de su principal objetivo: Caen. Durante cinco semanas la esforzada División Panzer 21 pudo defender esta importante ciudad de Normandía.
Berchtesgaden reposaba aún, silenciosa y pacífica, en las primeras horas del amanecer. Las nubes bajas envolvían las cimas de sus montañas y en el retiro de Hitler todo era paz y tranquilidad. Pero a tres kilómetros de distancia, en el Reichskanzlei, cuartel general del Führer, el general Alfred Jodl, su jefe de operaciones, comenzaba a estudiar los primeros despachos relativos a la invasión de Normandia. Jodl no creía que la situación fuese grave.
El general Walter Warlimont, segundo jefe de operaciones, lo llamó por teléfono para decirle:
—Rundstedt pide las divisiones Panzer que están en la reserva. Desea trasladarlas a la zona de invasión tan pronto como sea posible.
Warlimont recuerda que siguió un largo silencio mientras Jodl pensaba la respuesta y que en seguida le preguntó:
—¿Está usted seguro de lo que me dice? Yo no creo que ésta sea la invasión. No me parece el tiempo oportuno para desplegar las reservas... Debemos esperar a que se aclare la situación.
Warlimont se quedó pasmado con la interpretación literal que daba Jodl al decreto de Hitler relativo a la restricción de los Panzers. Posteriormente recordaba que ”la decisión de Jodl traducía fielmente la voluntad de Hitler”. El que se movieran o no las divisiones mecanizadas obedecía entonces al capricho de un hombre: Hitler. Y en ese día, cuando la derrota de los aliados dependía de la fuerza y la rapidez, la orden llegaría demasiado tarde.. quizá dentro de ocho horas y media.
Entretanto, el hombre que había previsto tal situación y se proponía discutirla con Hitler se hallaba a menos de una hora de distancia por carretera de Berchtesgaden. El mariscal de campo Rommel estaba en su casa de Herrlingen (Ulm). Eran las 7,30. No hay constancia en el diario de guerra del Grupo B, tan meticulosamente llevado, de que se hubiera siquiera notificado hasta entonces al mariscal acerca de los desembarcos en Normandía.
Aun entonces —al cabo de siete horas y media de haber comenzado la invasión—, ni los oficiales del Estado Mayor de von Rundstedt, ni los del cuartel general de Rommel, eran capaces de medir el alcance del ataque de los aliados. Su vasta red de comunicaciones había quedado descoyuntada en todo el frente; los paracaidistas Labian eiecutado bien su trabajo. Les sucedía exactamente lo que el Bal Max Pemsel, del Noveno Ejército, decía por teléfono al cuartel general de Rommel: ”Estoy librando una batalla del mismo modo que Guillermo el Conquistador debió hacerlo : al oído y a la vista. Mis oficiales me llaman y me dicen: oímos ruidos y vemos barcos, pero no pueden hacerme una descripción exacta de la situación”.
No obstante, en el cuartel general del Séptimo Ejército, en Le Mans, los oficiales se mostraban entusiastas. Todo les daba a entender que la División 352, que defendía la cabeza de playa entre Vierville y Coleville, había desbaratado a los invasores. Tan confiados estaban, que al llegarles un mensaje procedente del Décimoquinto en el cual les ofrecían refuerzos, el jefe de operaciones del Séptimo respondió: ”Gracias; no los necesitamos”.
En el cuartel general de Rommel, que funcionaba en el antiguo castillo del duque de La Rochefoucauld, en La Roche-Guyon, reinaba un optimismo parecido. El coronel Leodegard Freyberg recuerda que ”la opinión general era que los aliados serían arrojados al mar antes del anochecer”. El vicealmirante Friedrich Ruge, ayudante naval de Rommel, participaba del contento de los demás. Con todo, Ruge notó que ocurría algo extraño: la servidumbre del duque recorría silenciosamente los salones del castillo descolgando de las paredes los valiosos gobelinos.
En Inglaterra eran las 9,30. El general Eisenhower había pasado toda la noche paseándose de un lado a otro en su despacho en espera de los comunicados que constantemente le llegaban. No cabía duda de que los aliados habían logrado establecer una posición en el continente. Por precaria que fuera, ya no habría necesidad de publicar el comunicado de prensa que silenciosamente escribiera veinticuatro horas antes y que decía: ”Nuestros desembarcos en el sector de Cherburgo-El Havre no han logrado el éxito que esperábamos y, por tanto, he ordenado la retirada de las tropas. Mi decisión de atacar en esta hora y lugar se basó en los informes más exactos que se pudieron obtener El ejército, las fuerzas aéreas y navales, hicieron todo cuanto demandan la valentía y el cumplimiento del deber. Si ha habido falta o error en este intento, mía es toda la responsabilidad”.
En cambio de este mensaje, a las 9,33 la radio echó a volar otro muy distinto. Decía: ”Bajo el mando del general Eisenhower, las fuerzas navales de los aliados, auxiliadas por la aviación, comenzaron a desembarcar tropas esta mañana en la costa del Norte de Francia”.
A las 10,15 sonó el teléfono en la casa del mariscal de campo Erwin Rommel, en Herrlingen. Lo llamaba el general Hans Speidel, jefe de su Estado Mayor, con el objeto de darle el primer informe completo acerca de la invasión. Rommel lo escuchó consternado.
No se trataba ya de una incursión al estilo de las de Dieppe. Había llegado el tan esperado día: aquel que, según él, sería ”el más largo de la Historia”. Para Rommel, hombre práctico, era claro que, aunque la lucha continuara por varios meses más, el juego se había perdido. El ”día más largo”, que apenas empezaba, llegaba ya a su fin... y por una ironía del destino, el gran estratega alemán se hallaba al margen de la batalla en que se estaba decidiendo la guerra.
Todo cuanto Rommel pudo decir así que Speidel terminó de informarle, fué: ”¡Qué estúpido he sido! ¡Qué estúpido soy!”