La mayor batalla aeronaval
de la Historia

POR HANDSON W. BALDWIN

Redactor militar de “The New York Times”.

EL DOMINGO DE PASCUA, 1.° de abril de 1945, día de rogativas y de esperanzas para un mundo en guerra, espejean bajo un cielo sin nubes las aguas del Mar de la China Oriental. El océano está en calma; resplandeciente el sol. Imprecisas y oscuras asoman en el horizonte las escarpadas costas de Okinawa, la isla que en breve ocupará puesto señalado en la Historia.

   Para la toma de Okinawa reunieron los Estados Unidos la armada más poderosa que han visto los mares. Arriba de 40 portaaviones, 18 acorazados, 200 cazatorpederos, centenares de transportes, dragaminas, lanchas de desembarco: en total, 1 321 embarcaciones, que llevan tropas de asalto compuestas de 183 000 hombres, navegan internándose en aguas del Japón. Frente a la isla, y a regular distancia de sus costas, cruza la famosa Escuadra de Operaciones número 58, al mando del almirante “Pete” Mitscher, en tanto que transportes y lanchas de desembarco van dejando en orillas de Okinawa, con casi increible facilidad, las tropas de asalto. A distancia surgen los fogonazos, seguidos del prolongado retumbar de la artillería de los acorazados. Los aviones bajan en picado, bombardean, tornan a remontarse.

   Las posiciones japonesas guardan desconcertante silencio. Un sol dado de la infantería estadounidense que acaba de coronar la abombada cima de uno de los cerros de Okinawa se enjuga la frente y murmura: "He durado más de lo que creía".

   La isla de Okinawa, de unos cien kilómetros de largo por un ancho que varía entre tres y treinta kilómetros, y de configuración semejante a la de un lagarto, es una masa de tierra circuída de arrecifes de coral. Un estrecho istmo une las ásperas y selvosas montañas de la región septentrional, que ocupa las dos terceras partes de la isla, con la región meridional, formada por ondulantes lomas. En esta región del sur de Okinawa, llena de escarpaduras y barrancos, y en la cual abundan las cuevas calizas, han establecido los japoneses sus principales líneas defensivas.

   El ataque a Okinawa es lógica consecuencia de la estrategia aliada en el Pacífico. La isla será base para aviones medianos de bombardeo que intensifiquen las incursiones que desde la base de las Marianas hacen los B-29 contra el Japón. Apoderarse de Okinawa permitiá cortar virtualmente todas las líneas de comunicación marítima de los japoneses. Por último, Okinawa presta el punto de apoyo necesario para la invasión de Kiusiu, señalada para el 1.° de noviembre.

   Conforme a los planes, la toma de Okinawa ha de ser operación “rápida, para efectuarse en un mes o menos”. El servicio de información calcula que el enemigo tenga en la isla 60 000 hombres y 198 piezas de artillería de grueso calibre. Pero Okinawa reserva a los atacantes ruda sorpresa, que no tardará en desvanecer las esperanzas de una pronta victoria. Más de 110 000 hombres de las fuerzas enem gas quedarán en el campo y 7 400 habrán de rendirse; las pérdidas estadounidenses pasarán de 49 000 hombres muertos, heridos o extraviados antes que termine la "última batalla". Porque el alto mando japonés ha resuelto defender a Okinawa y emplear el grueso de las fuerzas aéreas y navales que aún restan al Imperio en aniquilar la escuadra de los Estados Unidos. Para esto último cuenta principalmente el enemigo con los kamikazes, aviones que sus pilotos preip tan en vuelo suicida a fin de que estallen al chocar con el objetivo.

   No había empezado el desembarco cuando la aterradora amenaza que encierra Okinawa llega hasta la escuadra. Un kamikaze hace blanco en el buque insignia, el “Indianápolis”; otro da en el “Adame”; un torpedo pone al “Murray” fuera de combate; el “Skylark” —curioso nombre éste (“alondra”) para un dragaminas— vuela al chocar con un torpedo fijo. Para el 3 de abril, los resguardados fondeaderos de Kerama Retto están llenos de barcos averiados.

   El 6 de abril es día de gran actividad. En tierra, cerca del cerro llamado "el Pináculo", se ha empeñado recio combate, el primero de la terrible lucha para forzar la línea fortificada de Shuri. En el mar, acorazados y cruceros bombardean las posiciones japonesas, pasando y repasando a lo largo de la costa; aeroplanos de 17 portaaviones “jeep” prestan apoyo a las tropas de tierra y a los buques de superficie. De transportes con tropas y abastecimientos agrupados frente a la isla salen en continua sucesión hombres y pertrechos que, salvando los arrecifes de coral y la resaca, ganan la orilla. Ochenta kilómetros mar adentro, en vasto círculo que ciñe a Okinawa, están los cazatorpederos; los anfibios destinados al salvamento de tripulantes de embarcaciones hundidas por los kamikazes; la línea de vigilancia del radar.

   Raya apenas el alba cuando el radar da cuenta de “recios ataques de la aviación enemiga”. Nueve aeroplanos japoneses caen en el sector de los transportes, derribados por el fuego antiaéreo. En la tarde de ese mismo día, aeroplanos japoneses llegados de los cuatro puntos del horizonte atruenan el aire con el estrépito de sus motores; son 182 aeroplanos, y efectúan 22 ataques entre la una y las seis de la tarde. Muchos lanzan bombas o torpedos; pero más de una veintena se estrellan en ataques suicidas contra los buques estadounidenses. La mayoría de las unidades blanco de estas embestidas pertenecen a la linea de vigilancia del radar. Un cazatorpedero-dragaminas y dos cazatorpederos se van a pique; nueve buques de escolta quedan seriamente averiados, uno de ellos por bombas de profundidad sujetas a tablas flotantes; un lanchón de desembarco arde “de extremo a extremo”; alcanzados por sendos aviones suicidas, zozobran dos transportes con carga de municiones, uno de los cuales revienta antes de hundirse, con aparatoso y espantable alarde pirotécnico.

   Pero las pérdidas infligidas a los japoneses el 6 de abril y en las primeras horas de la mañana del 7 son considerables: casi 400 aviones. De ellos, 300 fueron interceptados en la línea de vigilancia, sin más costo para los estadounidenses que dos aviones. El 7 de abril, entre convulsivos sacudimientos y pirámides de humo que suben en espiral, se unde el mayor acorazado del mundo, postrer orgullo de la Armada Japonesa, el “Yamato”, que monta cañones de 45,72 cm. Navegaba en demanda de Okinawa cuando los aeroplanos de la Escuadra de Ope raciones número 58 acabaron con él.

   El 11 aparecen entre las nubes los Hijos del Cielo, que vuelven a la carga en gran número. El “Enterprise”, uno de los portaaviones más “batalladores” que hay en la guerra del Pacífico, sale con “averías de consideración” de los ataques de los aviones suicidas, que sólo una línea dejan de herirlo de lleno; el “Essex” queda también averiado; cazatorpederos y torpederos de escolta escapan asimismo mal librados de su encuentro con los japoneses.

    El 12 fallece el Presidente Roosevelt. En Okinawa la noticia corre velozmente de nido a nido de tiradores, de cubierta de vuelo a torre de combate. Mas no hay tiempo que conceder al sentimiento. En ese mismo día, muchos estadounidenses acompañarán a su Presidente en el viaje a la eternidad. Porque en el claro cielo de la tarde vuelan sobre Okinawa, en 17 ataques sucesivos, 175 aviones japoneses. El “Cassim Young” derriba cuatro, pero un avión suicida lo alcanza a proa, en el cuarto de máquinas. Hay un muerto y 54 heridos. En la noche estalla a pocas brazas del “Jeffers” una granada, que ocasiona un incendio. Simultáneamente, el recién construído cazatorpederos “M. L. Abele” zozobra al quebrantársele la quilla. Hay seis muertos, 34 heridos y 74 desaparecidos. El enemigo ha hecho blanco en el acorazado “Tennessee”; los compartimientos antitorpedos del “Idaho” están inundados; el proyectil de una batería de costa perfora la coraza del “New Mexico”.

    En tierra, la Infantería de Marina, venciendo la escasa resistenca que hace allí el enemigo, ha despejado la parte norte de la isla; pero la infantería de línea, que ataca por el sur, se ve atajada por la “defensa de hierro" de los japoneses. La propaganda enemiga arroja a zanjas de tiradores tendidas frente a la inexpugnable línea de Shuri hojas volantes que dicen: “Debemos expresar nuestro profundo sentimiento por la muerte del Presidente Roosevelt. Esta pérdida agrava la tragedia estadounidense de Okinawa. Como ustedes lo habrán visto 70 por 100 de sus portaaviones y 73 por 100 de sus acorazados se han ido a pique o han sufrido averías, de lo cual resultan 150 000 bajas. Una poderosa armada estadounidense del fondo del mar, compuesta de 500 barcos, está concentrándose alrededor de esta isla”.

   El momento, con la ironía japonesa o sin ella, es realmente crítico.

   El 17 de abril es otro día adverso. El enemigo hace blanco en el portaaviones “Intrepid”, hunde un cazatorpederos, causa averías a muchos de los anfibios. El mando estadounidense atiende a la detensa de los puntos más amenazados de la línea de vigilancia del radar, destinando a ellos patrullas de dos cazas, y aumenta la potencia de fuego antiaéreo de los apostaderos, asignándoles un par de torpederos a cada uno. A pesar de esto, el almirante Spruance, al mando de la escuadra informa al almirante Nimitz, capitán general de la Armada del Pacífico: “La pericia y efcacia de los ataques de la aviación suicida enemiga y la proporción de barcos perdidos o averiados son tales, que han de emplearse todos los medios posibles para impedir que continúen. Recomiendo ataques a aeródromos de Kiusiu y Formosa con todos los aviones disponibles”.

   La aviación estadounidense ataca conforme a lo indicado; llueven con implacable frecuencia bombas y torpedos sobre los aeródromas japoneses. Pero los kamikazes se hallan convenientemente dispersos y camuflados, y continúan los ataques. El fondeadero de Kerama Retto está atestado de barcos averiados; larga línea de inválidos de la guerra marítima cruza penosamente el Pacífico. Pero también lo surcan, en dirección contraria, rumbo al Oeste, los reemplazos que llevan hombres y acero.

   Desvanecidas las esperanzas de una pronta victoria, las fuerzas estadounidenses se aprestan a sostener la prueba de sangre y fuego. Por más de cuarenta días consecutivos —hasta que las malas condiciones atmosféricas dan un breve respiro— no hay día ni noche en que no ataque la aviación enemiga. Dormir es ahora algo con lo que sólo cabe soñar. Cabecean los artilleros ante el alza; la gente anda nerviosa y malhumorada; los comandantes, macilentos y con ojos enrojecidos por el insomnio. “Magic”, el sistema empleado por la Armada para descifrar los códigos de señales del enemigo, le ha permitido a la escuadra anunciar cuándo habrá ataques aéreos en grande escala. A veces los altavoces previenen a las dotaciones la noche víspera del ataque. Mas al cabo hay que cesar de hacerlo. La tensión de la espera, la aterradora perspectiva del ataque, avivada por el recuerdo de lo ocurrido en los anteriores, destroza los nervios y enloquece a muchos hombres.

   Frente a la línea de Shuri, las fuerzas de tierra avanzan palmo a palmo. Pero las defensas japonesas siguen intactas. El 22 de mayo, el general comandante del tercer cuerpo anfibio estadounidense informa que la infantería de marina está enfrentada al fuego de artillería más eficaz hallado hasta ahora en la guerra del Pacifico. Las torrenciales lluvias de primavera convierten en pantanos los campos de Okinawa. Se atascan los tanques. Domina el fango dondequiera. Municiones y combustible han de transportarse hasta el frente en vehículos anfibios. Submarinos de bolsillo y botes suicidas colaboran con los kamikazes para hostigar la escuadra.

   Seguidamente viene el bombardeo de las pistas de vuelo estadounidenses, y tras de ello, desembarcos de tropas transportadas por aire. Cinco bombarderos enemigos tratan de llevarlos a cabo. Cuatro caen derribados; del quinto, que hace un aterrizaje sin ruedas, saltan 10 japoneses que abren fuego contra cuanto les rodea. Antes de quedar tendidos en la pista, acribillados a balazos, han inutilizado siete aviones, averiado otros 26 e incendiado 265 000 litros de gasolina.

   Enjambres de aviones suicidas atacan nuevamente el 27 de mayo. Los estadounidenses derriban 115 ese día. Pero el cazatorpederos “Drexler” va a aumentar el número de los que yacen a varias brazas de profundidad, y muchos otros barcos sufren averías.

   Para fines de mayo, 50 000 hombres —la flor y nata del 32.⁰ cuerpo de ejército japonés— quedan sin vida en las brechas de las destrozadas fortificaciones, y el teniente general Mitsuru Ushijima se retira con el resto de sus tropas hacia el Sur, donde intentará la última resistencia, de “espaldas al mar”. La bandera de los Estados Unidos ondea ahora sobre las ruinas del castillo de Shuri, la fortaleza principal de la línea conquistada. De los muros del castillo, que medían seis metros de apesor, queda sólo una masa de escombros. En derredor de los cráteres abiertos por el bombardeo, sube el inconfundible hedor de los cadáveres en putrefacción.

   Pero aún no ha terminado la lucha en Okinawa. El 3 de junio, 75 kamikazes efectúan 18 ataques. El 4, los elementos alían su furia a la del enemigo: un tifón hace bailar los buques de la armada invasora como cáscaras de nuez en un rabión, destroza la proa del crucero “Pittsburgh”, causa averías al portaaviones “Hornet” y a otros ocho barcos. El 5, los aviones suicidas hacen blanco en el “Mississipi” y en el “Louisville”.

   De todos modos, se empieza ya a cobrar esperanzas fundadas.

   Aunque la victoria sonríe ya cercana, muchos morirán antes que se consume, entre ellos los comandantes de las dos fuerzas contendientes. El teniente general Simón Bolívar Buckner, al mando del 10.⁰ Cuerpo de Ejército estadounidense, cae el 18 de junio mortalmente herido por una granada japonesa. Y el 21 de junio, el teniente general Ushijima y su jefe de estado mayor, el teniente general Isamu Cho, practican la mortal ceremonia del hara-kiri.

   Esa misma noche oye el mundo la noticia de que la resistencia de conjunto ha cesado en Okinawa. A la siguiente mañana, a los acordes del himno nacional, la compañía de banderas iza el pabellón de los Estados Unidos en la ensangrentada isla. “Una súbita ráfaga de brisa hizo flamear la bandera sobre el fondo azul del cielo”.

   Batallas ha habido en las que combatieron ejércitos más numerosos, campañas aéreas más prolongadas. Pero en Okinawa se desarrolló una lucha de fuerzas combinadas que no tiene igual, ni por su alcance, ni por la ferocidad con que se peleaba en el mar, en la tierra y en el aire, sin dar cuartel y sin pedirlo. Nunca hasta entonces se vió combatir con tal encono aviones contra aviones, buques contra aeroplanos. Nunca hasta entonces sufrió la Armada estadounidense, en tan corto espacio, número tal de pérdidas; y raras veces habrá vertido el ejercito estadounidense tanta sangre en tan corto tiempo y en tan reducido campo.

   Okinawa costó al Japón, a más de 110 000 muertos, 16 navíos de línea, entre ellos el “Yamato”; miles de toneladas de barcos mercantes hundidos por las patrullas aéreas; 7 830 aviones destruídos y 2 655 perdidos en accidentes de guerra.

    Los Estados Unidos perdieron 768 aviones, contando los grandes bombarderos de la Fuerza Aérea que se estrellaron en los aeródromos japoneses. De los 12 281 estadounidenses muertos en Okinawa, 5 000 pertenecían a las fuerzas de mar. Los daños sufridos por la armada fueron 36 barcos perdidos y 368 averiados; la parte que en esto correspondió a los kamikazes fué 26 de los primeros y 164 de los segundos. Ninguno de los buques hundidos por el enemigo era de clase superior a la de torpedero; de las unidades mayores, todas las que sufrieron averías, salvo un portaaviones escolta, las repararon, por lo general en plazo breve. Los japoneses no lograron hundir ni un solo portaaviones, acorazado, crucero o transporte.

   “La armada que llegó a quedarse” y que hizo posible la toma de Okinawa infligió al enemigo pérdidas mucho mayores que las que éste logró ocasionarle. El terso elogio tributado a los bravos marinos que tripulaban las pequeñas unidades, “...resistieron con valor probado”, es igualmente aplicable a muertos y sobrevivientes de Okinawa.

   Pero a los valientes barquitos de la línea de vigilancia del radar cabe parte especial en esa gloria. Cayó sobre ellos en proporción abrumadora la destrucción y la muerte; formaron ellos la tenue, heroíca y sangrante barrera que impidió a los Hijos del Cielo dominar el Mar de la China Oriental.

De “New York Times Magazine”.